M. I. Finley. Aspectos de la antigüedad.

marzo 16, 2010

Editorial Ariel, 1975. 300 páginas.
Tit. Or. Aspects of antiquity. Trad. Antonio Pérez-Ramos.

M I Finley, Aspectos de la antigüedad
Seguimos con fragmentos de esta obra.

El origen del cosmopolitismo con Diógenes:

Pero a continuación viene el punto que Diógenes acometió con demasiada energía y en el que llegó demasiado lejos. Al preguntarle de dónde era, respondió. Yo soy un ciudadano del mundo, lo que en lengua griega se expresa con un solo vocablo: Kosmopolités. Diógenes acuñó tal palabra y, con ello, volvió la espalda a siglos enteros de historia helena. Había sido un axioma entre los griegos que su superioridad descansaba en el hecho de ser ciudadanos de ciudades libres, ya fuera de Atenas, Corinto, Tebas o Siracusa. Sócrates prefirió morir antes que abandonar su polis. Platón aborrecía el modo en el que Atenas se gobernaba y proponía reformas radicales, pero todas ellas iban dirigidas a una ciudad aislada y autónoma. Incluso Aristóteles, a pesar de las conquistas de su discípulo Alejandro, afirmó que ninguna polis estaría bien gobernada si sus ciudadanos eran tan numerosos que no se conocían entre sí, o su tamaño tal que la voz del heraldo no «podía oírse de un lado a otro. Diógenes dio al traste con todo esto, juzgando que la ciudad no era también sino algo externo e innecesario, al igual que la riqueza o el matrimonio.

¿Qué hubiera pensado el filósofo cínico del Cosmopolitan?

La paradoja de la doctrina cínica, de arrabalera a respetable:

Pero, sea cual fuere la correcta, lo importante es que Diógenes se conquistó sus secuaces entre los heatniks de la Grecia del siglo iv, y era inevitable que las gentes respetables de entonces pensasen que se trataba de perros. La manera cínica de vivir, visible a todo el que quisiera mirar (por cuanto que aquéllos vivían y predicaban en lugares públicos, al aire libre y no en cafés o clubs especiales), tenía todas las trazas de una interpretación demasiado literal de las analogías con los brutos, favorita de Diógenes. Sólo podemos hacer conjeturas en cuanto a qué es lo que atraía individualmente a sus discípulos, aunque los motivos variasen desde, en algunos casos, una insatisfacción legítima y comprensible con las ideologías y creencias al uso, hasta el fracaso personal, la decadencia y el puro vicio en otros. No es difícil encontrar paralelismos en todo lo que viene durando la historia, y también en nuestro propio tiempo.

Lo que, sin embargo, no se presagiaba inevitable era el éxito a largo plazo de los cínicos y su pronta ascensión a la perfecta respetabilidad. Los estoicos, por ejemplo, los reivindicaron como antecesores directos suyos. El principal discípulo de Diógenes, Crates, un acaudalado tebano que voluntariamente abandonó sus riquezas y adoptó el modo cínico de vivir, fue el maestro de Zenón, el fundador del estoicismo. No se hizo ningún esfuerzo por ocultar tal vínculo ni por pedir excusas por él. Por el contrario, es en los escritos de estoicos posteriores, de hombres como Dion Crisós-tomo y Epicteto, en donde podemos leer las más extensas y favorables exposiciones de la filosofía de Dio-genes. Y el estoicismo fue, en la baja Antigüedad, ‘a filosofía comme il faut por excelencia, didáctica, intensamente moral, y, al fin y a la postre, la más elegante de todas las filosofías. Entre los principales estoicos romanos se cuentan hombres como Séneca y el emperador Marco Aurelio. Incluso en el siglo rv d. de C, Juliano el Apóstata, el último emperador pagano, un notable intelectual de fuerte vena estoica, aún cantaba las alabanzas de Diógenes. Aristócratas romanos de menor inclinación filosófica tenían en los jardines de sus villae estatuas marmóreas de los primeros sabios cínicos, junto con sus retratos y los de los emperadores y dioses.

Así pues, se da aquí una paradoja: las generaciones posteriores de maestros cínicos no se convirtieron personalmente a la respetabilidad. Lo que sí se tornó respetable fue la doctrina cínica, si puede llamarse así, mientras que los cínicos practicantes seguían siendo beatniks y chiflados, groseros predicadores y embaucadores taumaturgos.

Otra paradoja ¿Es revolucionaria la actitud de Diógenes (y de paso la actitud de muchos jóvenes)?:

Diógenes no fue, en ningún sentido, un político revolucionario. Los beatniks raramente lo son. Su rechazo de los valores sociales se extiende a lo político en todas sus formas, ya se trate de los gobiernos o sistemas existentes o de cualesquiera otros. En consecuencia, aunque los guardianes de la moralidad pública quizá los consideren una molestia, el caso es que no constituyen un peligro para la sociedad en el sentido en el que incluso el más insignificante de los revolucionarios puede ser juzgado una amenaza. Por el contrario, aquéllos sirven, en ocasiones, como una fácil válvula de seguridad, canalizando resentimientos e insatisfacciones reprimidas hacia individuos probablemente desagradables pero fundamentalmente inocuos. Los hombres que prefieren los toneles a las casas, la mendicidad al trabajo, la moralidad «natural» de los brutos a las normas de conducta establecidas por los dioses, podrán escandalizar a la burguesía, pero nunca desposeerla.

La rígida y sexista sociedad romana:

Un paterfamilias romano ni siquiera necesitaba ser padre: se trataba de un término legal y se aplicaba a cualquier jefe de una casa. Sus hijos ilegítimos eran a menudo excluidos, incluso cuando su paternidad se reconocía abiertamente, y, al mismo tiempo, su hijo y heredero podría ser un extraño al que había adoptado de acuerdo con las correctas formalidades de la ley. En teoría, este poder —sobre la esposa, sobre hijos e hijas y sobre las mujeres e hijos de sus hijos, sobre sus esclavos y su propiedad— era absoluto y escapaba a todo control, concluyendo únicamente a su muerte o bien por un acto voluntario de «emancipación» previa de sus hijos. Aún en el siglo rv d. de C. un edicto de Constantino, el primer emperador cristiano, seguía definiendo tal poder como derecho «sobre vida y muerte». Se trataba de una exageración, pero la verdad no andaba lejos.

Salvo excepciones relativamente menores, una mujer estaba siempre en poder de algún varón: de su paterfamilias, de su marido o de algún tutor. En los tiempos más antiguos el matrimonio comprendía una ceremonia formal en la que la novia le era entregada al esposo de manos del paterfamilias: éste la «expulsaba» del hogar en sentido literal. Después, cuando los llamados matrimonios «libres» se tornaron cada vez más corrientes —libres de las antiguas formalidades, y no en el sentido de que marido o mujer hubiesen realizado una elección libre de su cónyuge—, la mujer siguió estando legalmente sometida al paterfamilias. El divorcio, la viudedad y las segundas nupcias produjeron más complicaciones y requirieron más reglas. ¿En quién descansaban los derechos de dote y herencia?

La esclavitud en el mundo antiguo es un problema más complejo de lo que se cree, y los vendedores de esclavos no estaban muy bien vistos:

Séneca era uno de los hombres más acaudalados de su tiempo, y ello en una época (él siglo i d. de C.) de fortunas enormes y lujosos trenes de vida, y, por supuesto, era poseedor de su lote de esclavos. En una de sus Epístolas Morales (la XLVII) insiste en que el esclavo tiene un alma igual que cualquier hombre libre; como tú y como yo, afirma. De aquí concluye que con ellos se debiera vivir como en familia, comer en su compañía, conversar con ellos, inspirarles respeto y no temor —todo menos liberarlos—.

Séneca era romano, pero su actitud es más helena que romana. Para los griegos, como Nietzsche hizo notar de manera epigramática en una ocasión, tanto el trabajo como la esclavitud eran «una desgracia nece¬saria de la que uno se avergüenza, a la vez como desgracia y como necesidad». Sería más correcto decir que la vergüenza era por lo general inconsciente; uno de los signos de ello es el casi completo silencio de los autores contemporáneos hacia lo que seguramente era la cara más repugnante de la institución, a saber, el comercio de esclavos propiamente dicho. La excepción fortuita por lo general le da un sesgo especial a este extremo. Así Heródoto nos cuenta un relato sobre un traficante de Quíos llamado Panionion, que se especializaba en hermosos mancebos a los que castraba y a continuación vendía, a través de los mercados de Sardis y Éíeso, a la corte de los persas y a otros clientes orientales. Una de sus víctimas se convirtió en el eunuco favorito del rey Jerjes; cuando la oportunidad se le presentó, aquél se tomó la venganza apropiada sobre Panionion y sus cuatro hijos. Heródoto le aplaude, porque, en su opinión, «Panionion se ganaba la vida con la más impía de las ocupaciones», palabras que no designan el tráfico de esclavos como tal, sino la trata de eunucos.

4 comentarios

  • jaimemarlow marzo 17, 2010en1:16 pm

    Parece un libro interesante… Lástima que no haya una edición reciente, será difícil de encontrar.

  • Palimp marzo 17, 2010en8:33 pm

    Se puede probar en las bibliotecas. En las de la diputación de Barcelona está:

    http://sinera.diba.cat/record=b1077239~S171*cat

  • jaimemarlow marzo 18, 2010en1:56 am

    Desgraciadamente vivo en Valladolid, y acabo de comprobar que no está ni en la biblioteca provincial ni en las municipales. Es lo que tiene vivir en provincias.
    Saludos.

    ¡Ah, y me gusta tu blog! No sé si te lo he dicho ya, llevo años ojeándolo.

  • Palimp marzo 18, 2010en8:10 pm

    Las bibliotecas de Barcelona son muy pequeñas -más incluso que las de provincias- pero hay muchas y cada una se especializa en algo. El fondo combinado de todas ellas ya es otra cosa. Eso sí, hay que tirar de préstamo interbiblitoecario -que cuesta un euro- o darse un paseo.

    Y gracias por el ojeo 🙂 Me alegra que te guste.

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