Suma de letras, 2002. 412 páginas.
Por algún comentario tenÃa a José Carlos Somoza por escritor de bestsellers, pero una buena crÃtica de César Mallorquà me ha animado a leerlo. Como siempre, en el mercado de San Antonio estaba este libro a buen precio.
Heracles Póntor es un descifrador de enigmas, encargado de adivinar el sentido de los oráculos. Pero también es un trasunto de Hércules Poirot, y encarna a un peculiar detective en la grecia clásica. Cuando se descubre un cuerpo mutilado observa algo raro en el cadáver y pagado por Diágoras de Medonte se encargará de resolver el crimen.
La primera virtud: engancha. Empiezas a leerlo y ya no puedes parar. Segunda: hallazgos interesantes, como la eidesis. Un procedimiento literario inventado por el autor consistente en descripciones que aparecen en el texto pero que los personajes no perciben, al igual que no perciben la puntuación o los párrafos del texto. Tercera: la búsqueda de la clave, con solución final. No la pondré aquÃ, por supuesto, pero tiene que ver con la ciencia ficción. De paso aprovecha para poner en boca de sus personajes reflexiones muy atinadas.
En el libro se establece un diálogo entre los personajes y la figura del traductor, que aparece en los pies de página. Este original recurso me chirrió un poco al principio, pero después se revela bastante productivo.
Concluyendo: calidad aceptable, buen ritmo, lectura agradable y una construcción cuidada. Recomendable.
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Somoza, José Carlos – La caverna de las ideas.pdf
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Extracto:[-]
—¿Y a qué se debió la derrota? ¡A nuestro absurdo sistema democrático! Si nos hubiéramos dejado gobernar por los mejores en lugar de por el pueblo, ahora poseerÃamos un imperio…
—Prefiero una pequeña asamblea donde poder gritar a un vasto imperio donde tuviera que callarme —dijo Heracles, y de repente lamentó no disponer de ningún escriba a mano, pues le parecÃa que la frase le habÃa quedado muy bien.
—¿Y por qué tendrÃas que callarte? Si estuvieras entre los mejores, podrÃas hablar,.y si no, ¿por qué no dedicarte primero a estar entre los mejores?
—Porque no quiero estar entre los mejores, pero quiero hablar.
—Pero no se trata de lo que tú quieras o no, Heracles, sino del bienestar de la Ciudad. ¿A quién dejarÃas el gobierno de un barco, por ejemplo? ¿A la mayorÃa de los marineros o a aquel que más conociera el arte de la navegación?
—A este último, desde luego —dijo Heracles. Y añadió, tras una pausa—: Pero siempre y cuando se me permitiera hablar durante la travesÃa.
—¡Hablar! ¡Hablar! —se exasperó Diágoras—. ¿De qué te sirve a ti el privilegio de hablar, si apenas lo pones en práctica?
—Te olvidas de que el privilegio de hablar consiste, entre otras cosas, en el privilegio de callar cuando nos apetece. Y déjame que ponga en práctica este privilegio, Diágoras, y zanje aquà nuestra conversación, pues lo que menos soporto en este mundo es la pérdida de tiempo
—Y ensalzado por ti. Me pregunto cómo te las arreglabas con los celos. Imagino que a Trámaco y a EunÃo no les agradarÃa demasiado esta ostensible inclinación tuya por su compañero…
Por un instante, entre las notas del cincel, pareció que Menecmo jadeaba con fuerza: pero al volver el rostro, Heracles y Diágoras descubrieron que sonreÃa.
—Por Zeus, ¿crees que yo les importaba mucho?
—SÃ, puesto que accedÃan a ser tus modelos y actuar en tus obras, desobedeciendo asà los sagrados preceptos que recibÃan en la Academia. Creo que te admiraban, Menecmo: que, por ti, posaban desnudos o vestidos de mujer, y que, cuando el trabajo finalizaba, empleaban sus desnudeces o sus vestimentas andróginas para tu deleite… y se arriesgaban, de este modo, a ser descubiertos y deshonrar a sus familias…
Menecmo, sin dejar de sonreÃr, exclamó:
—¡Por Atenea! ¿Crees de veras que valgo tanto como artista y como hombre, Heracles Póntor?
Heracles replicó:
—Para los espÃritus jóvenes, que, al igual que tus esculturas, se hallan aún inacabados, cualquier tierra es buena para echar raÃces, Menecmo de Carisio. Y mejor que ninguna, la que abunda en estiércol…
Menecmo no pareció escucharle: se dedicaba en aquel momento, con gran concentración, a esculpir ciertos pliegues de la ropa del hombre. ¡Cling! ¡Cling! De repente empezó a hablar, pero era como si se dirigiera al mármol. Su áspera y desigual voz ensuciaba de ecos las paredes del taller.
—Yo soy un guÃa para muchos efebos, sÃ… ¿Piensas que nuestra juventud no necesita de guÃas, Heracles? ¿Acaso… —y parecÃa emplear su creciente irritación en aumentar la fuerza del golpe: ¡Cling!— … acaso el mundo que van a heredar es agradable? ¡Mira a tu alrededor!… Nuestro arte ateniense… ¿Qué arte?… ¡Antes, las figuras estaban llenas de poder: imitábamos a los egipcios, que siempre han sido mucho más sabios!… —¡Cling!—. Y ahora, ¿qué hacemos? ¡Diseñar formas geométricas, siluetas que siguen estrictamente el Canon!… ¡Hemos perdido espontaneidad, fuerza, belleza!… —¡Cling! ¡Cling!—. Dices que dejo inacabadas mis obras, y es cierto… Pero ¿adivinas por qué?… ¡Porque soy incapaz de crear nada de acuerdo con el Canon!…
Heracles quiso interrumpirle, pero el limpio comienzo de su intervención quedó sumido en el lodazal de golpes y exclamaciones de Menecmo.
—¡Y el teatro!… ¡En otra época, el teatro era una orgÃa donde aun los dioses participaban!… Pero con EurÃpides, ¿en qué se convirtió?… ¡En dialéctica barata a gusto de las nobles mentes de Atenas!… —¡Cling!—. ¡Un teatro que es meditación reflexiva en vez de fiesta sagrada!… ¡El propio EurÃpides, ya viejo, lo reconoció al final de sus dÃas! —interrumpió el trabajo y se volvió hacia Heracles, sonriendo—. Y cambió de opinión radicalmente..
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