Antonio Muñoz Molina. Beatus Ille.

mayo 12, 2020

Antonio Muñoz Molina, Beatus Ille
Seix Barral, 1993. 280 páginas.

Minaya es un joven estudiante, implicado en las huelgas universitarias de los años 60, que se refugia en un cortijo a orillas del Guadalquivir para escribir una tesis doctoral sobre Jacinto Solana, poeta republicano, condenado a muerte al final de la guerra, indultado y muerto en 1947 en un tiroteo con la Guardia Civil. La investigación biográfica permite a Minaya descubrir la huella de un crimen y la fascinante estampa de Mariana, una mujer turbadora, absorbente, de la que todos se enamoran.

Primera novela de Muñoz Molina, entretenida pero que no me pareció especialmente deslumbrante, aunque no me hagan mucho caso porque he ido sufriendo un desencanto con el autor del que creo que no me voy a recuperar. Aquí Echevarría la comenta mejor: Beatus Ille.

Se deja leer.

Con ademanes de clandestinidad, de misterio, escarbó en la carpeta, entre hojas suciamente multico-piadas y cuadernos de apuntes, mirando a un lado y a otro del bar antes de mostrarle a Minaya un puñado de fotocopias que aparecieron en su mano como la paloma de un ilusionista, recién llegadas de México, dijo, frágiles, sagradas como reliquias, como los manuscritos de una fe perseguida y oculta, grávidas de memoria heroica y de conspiración. El Mono Azul, Hoja Semanal de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, Madrid, jueves, 1 de octubre de 1936, el rectángulo negro de una foto indescifrable: Rafael Alberti, José Bergantín y Jacinto Solana en las dependencias del Quinto Regimiento. Luego el otro fue desplegando ante Minaya los romances, La Milicia de Hierro, Romance de Lina Odena, El día veinte de julio, Brigadas Internacionales. El nombre al pie de cada uno de ellos, Jacinto Solana, casi borrado entre las grandes letras de los titulares, como su rostro en la fotografía, extraviado en el olvido, en un tiempo que no parecía que hubiese existido nunca, pero esa voz ya no era la misma que había escuchado Minaya cuando leyó el primer poema. Se confundía ahora con las otras, exaltada por el mismo fervor, por la monotonía del coraje, como si el hombre que había escrito los romances no fuera el mismo que se miraba encerrado y solo en el espejo de una habitación en penumbra. Leyó de nuevo el nombre de la ciudad y la fecha, Mágina, mayo de 1937, como una contraseña que el otro, José María Luque, no podía advertir, como una invitación más honda que la de los versos, sin calcular aún la posible coartada, sólo asombrado de que por segunda vez en unos pocos días hubiera vuelto a abrirse como una herida el territorio inerte de su conciencia donde yacía la ciudad, su propia vida malgastada y lejana.

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