Rafael Chirbes. Crematorio.

octubre 29, 2019

Rafael Chirbes, Crematorio
Anagrama, 2007, 2008. 418 páginas.

La novela más famosa de Chirbes -también es mi preferida- de la que llegó a hacerse una serie pionera en el terreno de hacer buena ficción audiovisual en este país. Un retrato coral de la época pre crisis narrado en primera persona por una serie de personajes relacionados.

Ahora que sabemos en qué acabó todo eso de ‘España va bien’, el pelotazo inmobiliario y la vida a todo trapo de algunos que se estrelló contra un muro de ladrillo, este libro nos sirve para entender mejor esa época. Más reseñas aquí: Crematorio y aquí: Crematorio

Muy recomendable.

Ernesto propuso un brindis por su inminente viaje que, además de a Nueva York, iba a llevarlo también a visitar México (ese viaje era el que había dado pie para el inicio de la discusión). Me acordaré de vosotros, dijo, cuando suba al Empire State me acordaré del tío Rubén, el rey del béton; y cuando camine por el puente de Brooklyn, que tantas veces veréis en el cine y en las series de televisión, tendré un recuerdo para vosotros (ponía voz de pedagogo bondadoso dirigiéndose a Félix y a Miriam); y cuando vea, desde el barquito, la Estatua de la Libertad, puro metal de fundición, me tomaré un trago de coca-cola fría a la salud de Silvia. Chin, chin, prima. Suena el vidrio de las copas. Silvia no puede contener su rabia. ¿Te va a dar tiempo a ver todo eso?, le dice. Sabe que Ernesto se ha trazado un plan demasiado ambicioso y que apenas podrá poner el pie en todas las ciudades que tiene previsto visitar. Me callo, pero pienso con tristeza: He hecho para ti el mejor mundo que sabía hacer, y no puedo hacerte otro, palomita. No sabría cómo hacerlo. Para mí lo quisiera, pero no lo encuentro. No lo hay. Sí, llamarla palomita como llaman a sus hijas, a sus novias, los protagonistas de las novelas de Dostoievski, de las obras de teatro de Chéjov, llamarla con alguno de esos nombres cariñosos que ponen los escritores rusos en boca de sus personajes. En El jardín de los cerezos, un personaje llama a su enamorada pepinillo mío. Me gusta. Llamarla con esas palabras que dan tanta ternura y tanta pena a la vez, decirle: Lechuguita, soy tu padre, no el dios padre. He hecho planos, pero los de este mun-
do no me los encargaron a mí. Te he metido en la bañera de pequeña, te he puesto y quitado el chupete. Te he puesto y quitado los pañales que rebosaban de pasta blanda y maloliente. Esto y aquello. Lo de siempre, lo de todas partes, lo de todos los padres desde hace una eternidad. Es el mundo, tan grande y tan pequeño a la vez, tan diferente y tan jodidamen-te igual. La vida. Ahora, mientras avanzo lentamente, metido en la fila de coches, pienso en esas cosas y noto que me asciende por el cuerpo una oleada cálida, sentimental. Silvia, lechuguita mía: imagino que mi lechuguita es tierna, crujiente; que, al morderla, destila entre mis dientes un agua inocente y limpia. Nunca he podido decirle nada así a Silvia. Jamás. Ni a la madre de Silvia tampoco. A Amparo me costaba trabajo hasta decirle en la intimidad de la habitación que quería joder con ella, metérsela. Tenía que ir siempre con rodeos; vamos a echarnos un rato, ven que te bese: no decirle lo que te apetece de verdad, no decirle te la voy a meter entera. Te la voy a clavar así y asá. Ni siquiera eso con tu mujer, ¿qué cono de matrimonio es ése? ¿Cómo podía nadie extrañarse de que buscara uno fuera?, ¿que uno se buscara a alguien fuera de casa a quien decirle lo que un hombre necesita decir? La sensación de que lo has alcanzado todo, dicho todo, tocado todo. El sexo también tiene su parte hablada. Para poder sentir eso en casa, he tenido que esperar a que entrara por la puerta Móni-ca, pero ahora ya es más bien tarde. Ahora tienen más contundencia las palabras que la carne y se compadecen sólo a medias las unas con la otra, hay un desequilibrio que da cierto pudor expresar. Mirarla, acariciarla. Sentir que de tantas ganas como tienes de follar, tienes ganas de llorar. Le digo a Silvia: A mí también me gustó Notre Dame du Haut, en Ron-champ, cuando la visité con tu madre, pero llegué tarde para construirla


¿Quién dice que no es hermosa la idea de justicia?, pues claro que sí, Matías, ¿qué palabras se pueden escribir más hermosas que las que salen de esa idea? Sólo que eso no existe. Matías se defendía: ¿Y qué ley biológica dice que la madurez sólo se alcanza cuando uno las entierra, cuando entierra definitivamente esas ideas?, ¿qué hijo de puta nos ha metido esa idea de mierda en la cabeza? Había sacado los textos de un discurso de Victor Hugo que, al parecer, no publicó en vida. Otros tres o cuatro conceptos de romántica exaltación le había extraído Matías a la obra de Victor Hugo, frases elevadas, del tipo: Una revolución es un retorno de lo postizo a lo real; y también esa otra que dice que el estado normal del cielo es la noche. Federico piensa ahora: ¿Y cómo es de negra la noche, Matías? Cuéntanoslo ahora que la visitas tú. Está sentado en la cama, la espalda apoyada en el cabezal, y sostiene en una mano el cigarro y en la otra un vaso de whisky del que apura el último trago antes de depositarlo sobre la mesilla para servirse otra dosis. Cuando llegue Juan a visitarlo, cerca ya del mediodía, lo pillará borracho.

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