Margarita García Robayo. Primera persona.

abril 15, 2024

Margarita García Robayo, Primera persona
Tránsito, 2018. 220 páginas.

Recopilación de artículos publicados en diferentes revistas, principalmente en la revista Piaui pero que en forma de libro se complementan y relacionan y alcanzan mayor potencia evocadora.

Porque la autora plantea sus artículos desde una escritura del yo muy particular, como una alumna aventajada de Leila Guerriero en su Teoría de la gravedad. Con elementos de autoficción porque la realidad se deforma un poco -e incluso parece que estén hablando autoras diferentes con diferente recorrido vital. Pero siempre dando en la tecla justa, tanto en el dominio del lenguaje, como en el enfoque de los temas que trata.

Al acabarlo he tenido esa sensación de abandono que sientes con ciertos libros, te hubiera gustado que te acompañaran un poco más. Una lectura excelente que me sigue confirmando que la editorial Tránsito tiene un gusto excelente a la hora de elegir autoras.

Muy bueno.

Del relato de Luz recuerdo, sobre todo, la forma. Fragmentado, poco fluido, plagado de inconsistencias imposibles de llenar y de palabras inventadas que, sin embargo, por momentos resultaban elocuentes. Pero eso sólo al principio y al final, porque la parte del medio era la narración más perfecta que había oído hasta el momento; compacta como una roca milenaria. Un recuerdo tan cerrado que no admitía fisuras ni especulaciones. La escena era esta:
Luz corre por un monte escapando de Papaíto, su patrón, pero los pies se le enredan en una zarza y Papaíto la alcanza, la golpea con un palo hasta dejarla casi muerta. Después la arrastra hasta el pie de un árbol, le abre las piernas y se le mete adentro empujando con rabia y con lascivia en proporciones idénticas. Cuando termina se levanta y se va y ella queda tirada entre esas raíces gigantes que forman como cuencos o cunitas o ataúdes descubiertos. Tiene la vista perdida en las ramas tupidas que le tapan el cielo y le impiden saber si ya es de noche o el día siguiente, o cuánto tiempo pasó desde que fue a levantar la mesa del desayuno y Papaíto le pegó una nalgada con la mano abierta y le preguntó que si ya se había hecho mujer. ¿Que si qué?, susurró Luz. ¿Que cuántos años tienes? Catorce. Y él: ya estás lista.
Cuando las piernas le responden, Luz se para y regresa a la finca donde su tía la recibe y la mira triste, pero sin sorpresa. ¿Te defendiste?, le pregunta. Sí. Y la tía: así es peor. Después la manda a bañarse y le da una champeta porque debe pelar unas yucas para el almuerzo, no era ni mediodía. Lo que sigue es más confuso: que el bebé nació prematuro y Luz no supo cuidarlo; que se lo dejó a la tía y escapó a la ciudad; que lo creía
muerto y a su tía también porque un conocido del pueblo le contó que en esa finca a todos les había agarrado una peste brava. ¿Qué peste?, preguntó ella. El conocido se encogió de hombros y dijo: la maldad de Papaíto.
—¿Y entonces? —le preguntó mi mamá.
—Yo no lo quiero —dijo Luz.
Mi mamá lanzó un suspiro reprobatorio:
—Un hijo es un hijo.
No era la primera vez que escuchaba esas frases taxativas que son como una lluvia de clavos en punta, pero sí fue la primera vez que tomé conciencia de lo que implicaban. Son frases que se pretenden sabias y profundas, pero que si uno se asoma en ellas sólo encuentra un hueco infinito de ignorancia y la incapacidad de formular argumentos. Son frases indolentes frente al destino ajeno, marchitas de compasión. Me dolió que mi mamá le dijera eso a Luz, pero me dolió más que Luz no la cuestionara: ¿Qué significa eso, señora? Un hijo es un hijo y un sapo es un sapo y usted es una boba que ni sabe explicar lo que piensa, tal vez porque piensa poco y repite como un loro lo que escucha por ahí de gente todavía más boba, o quizá sólo más cínica.


—¿Hay más escritores que escritoras? —me pregunta el periodista, renunciando al juego.
—No en mi biblioteca.
—¿Las escritoras tienen suficiente reconocimiento?
• —Según quién —digo, pero enseguida me muerdo la lengua, porque el reconocimiento es otro de los conceptos que me irritan.
Me irrita que se dé por sentado que todos los escritores están corriendo la maratón de la fama. Yo no conozco a ninguno que lo esté: los escritores que conozco están preocupados por otras cosas, una de ellas es la de ganarse la vida (es decir: comprarse tiempo para escribir), porque parece no tenerse claro que de los libros literarios no vive casi nadie. Recuerdo cuando los músicos se quejaban de que la piratería los estaba destruyendo, que los cedés iban a desaparecer para darle paso a otros formatos como efectivamente sucedió. Recuerdo haber escuchado a toneladas de músicos —famosos o ignotos, lo mismo daba— decir abatidos que el negocio de la música estaba muerto. Y yo pensaba que a mí jamás se me habría ocurrido decir lo mismo con relación a la literatura, porque para mí nunca ha sido un negocio y no tengo la expectativa de que lo sea. No digo que escribo gratis, claro que no: cobro anticipos, a veces incluso cobro derechos; lo que digo es que no pretendo cargar a mis libros con el peso de tener que mantenerme. El escritor no es un trabajador convencional que responde a un patrón o a un sindicato, me apena que se intente normalizar un trabajo irregular, tan preciosamente marginal. Yo no querría que la literatura se rigiera por los valores que la cultura proletaria occidental decreta como buenos y justos; yo no querría sacarle el barro de arrabal que siempre tiñó este oficio. ¿Por qué? Porque la normalización es un concepto aplastante por naturaleza: lluvia de ladrillos sobre un bosque de luciérnagas. Encima de todo, ni siquiera son las cabezas mejor peinadas e iluminadas aquellas que escriben la literatura que más me conmueve, sino las que se abren camino a fuerza de sacudones, a fuerza de sacudirme. La buena literatura —un concepto tan subjetivo que se restringe a la experiencia individual— no puede pasar desapercibida porque te explota en la cara. ¿Que si la escribe una mujer que además es marrón o negra y pobrecita y lesbiana tardará más, mucho más en llegar a más gente? No lo creo, pero de ser así me tiene sin cuidado —y casi podría asegurar que a su autora hipotética también— porque: i) llegar a más o a menos gente (lo que en otros rubros se llama rating) es una variable que no me parece determinante en la literatura; 2) porque cuando llegue, a quien llegue, va a modificarlo.

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