Ken Bruen. La matanza de los gitanos.

noviembre 15, 2019

Ken Bruen, La matanza de los gitanos
Témpora, 2006. 212 páginas.
Tit. Or. The killing of the tinkers. Trad. Antonio Fernández Lara.

Después de su primera aventura vuelve de Londres Jack Taylor, esta vez con adicción a la cocaína. Y como por casualidad nada más llegar le encargan el caso de investigar muertes de la comunidad gitana.

Repite los mismos esquemas que Maderos con la mujer enamorada, el caso en los límites, el amigo gamberro que le saca las castañas del fuego, el barman comprensivo… es entretenido y en este caso el final me ha gustado más que en la primera parte, pero es lo único que me ha gustado.

Entretenido, que no es poco, y que bien me vino cuando lo leí para despejar la cabeza, pero no creo que lea más libros del autor.

—No se corte, entre o salga de mi casa cuando quiera, no se sienta en la obligación de llamar antes por teléfono.
Torció el gesto y dijo:
—Dientes nuevos, ¿eh?
Le enseñé el tubo de neón completo. Hizo un gesto de asentimiento y preguntó:
—¿Y de cojones?
—La hinchazón ha desaparecido.
Sacudió la cabeza y añadió:
—No me refería a los cojones físicos.
—Ah, lo decía usted en sentido metafórico. Devuélvame la coca y me enfrentaré con quien haga falta.
—Solamente dos, los Tiernans; ya asomaron la cabeza.
Se me tensó el estómago. Sweeper buscó algo en el bolsillo de su traje. Siempre iba de traje oscuro y camisa blanca. La mayoría de las veces parecía más un camarero griego que un gitano. Sacó una pequeña bolsita de cuero. Con una pequeña correa de cuero para colgarla del cuello. Pregunté:
—¿Por qué va siempre vestido con traje? No tiene que ir a ninguna oficina.
Sonrió con tristeza.
—Tengo que mantener una imagen respetable. Ellos esperan que parezcamos gitanos, pero yo cuestiono sus prejuicios.
—De acuerdo, pero ¿nunca le apetece simplemente devolver el golpe, ponerse a repartir hostias?
Con un gesto de la mano desechó esa ocurrencia, toqueteó la bolsita y dijo: —Ábrala.
—Ni de coña. Conociéndole, seguramente habrá una cabeza reducida dentro.
Por fin se echó a reír. Dijo: —Casi acierta.
Puso la bolsa boca abajo y la sacudió. Cuatro dientes ensangrentados cayeron rodando sobre la mesa. Yo exclamé:
—Ah, hostias.
—Por si acaso necesita motivación con los hermanos.
Los recogió, volvió a guardarlos y me dio la bolsa. De mala gana, me colgué la correa del cuello, metí la bolsa por debajo de la camisa y dije:
—Ahora soy Brando, Apocalypse Now.
Se puso en pie y dijo:
—Le recogeré a las siete. No olvide la pistola.
—¿Qué ropa debo ponerme, ya que se trata de una ceremonia venganza?
Se lo pensó y luego dijo:
—Algo frío.
Aquel día, a la hora de la comida, recibí un paquete. Sin sello ni franqueo de ningún tipo. Lo abrí. La coca. Dije en voz alta:
—Así me gusta, Sweeper.
Me preparé una raya. Mi nariz se estaba curando, pero aun así me dolió de la hostia. Me metí tres. Después de dos semanas y media de abstinencia, fue una pasada. Gracias a Dios. Se me congelaron las encías y pude sentir el descenso de ese estremecimiento glacial por mi garganta, se me congeló también el cerebro. Ahora podía ponerme delante de un espejo. Nada bueno. La nariz estaba doblada hacia la izquierda. Tal vez en el siguiente destrozo pudiera volver a ponerla en su sitio. Habría otro destrozo, siempre lo había. Sombras moradas debajo de los ojos, harían juego con un uniforme de policía. Nuevas arrugas en las comisuras de la boca. ¿A qué velocidad de la hostia me estaba haciendo viejo? Nunca lo suficientemente viejo como para parecerme a George Michael. Hice alarde de mi sonrisa, sólida. Un faro de cien vatios en un páramo. Tal vez los dientes pudieran salirse. Un soniquete de un anuncio de la infancia:
«Te preguntarás adonde la mancha amarilla se fue / cuando te cepilles los dientes con Pepsodent».

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