Juan José Domenchina. La túnica de Neso.

febrero 22, 2022

Juan José Domenchina, La túnica de Neso
Biblioteca Nueva, 1994. 354 páginas.

Asistimos a los últimos siete días de la vida de Arturo, neurasténico y pedante, que malgasta su vida rodeado de unos seres tan curiosos como él. Ni los médicos, ni los psicoanalistas, ni los múltiples medicamentos que consume llenan su vida de sentido.

Está catalogada como novela de humor y bueno… algún momento cómico tiene, pero no abundan. Normalmente despacharía un libro como este en cuatro frases, pero dado que prácticamente no hay información en la red voy a tomarme la molestia de dar detalles.

Para empezar la edición recupera las planchas de una edición anterior. A veces da la impresión de estar leyendo una fotocopia, y aunque parezca una tontería dificulta mucho la lectura. Igual que el vocabulario del texto. Antes de empezar hay un glosario y pensé ¡glosarios a mí, que soy cultísimo! Pues bien, de cada veinte palabras tengo suerte si conozco una. Hagan la prueba:

Ancila, artejo, atrición, batuda, bisunto, concia, corbacho, efémero, entoldo, entrecuesto, montantear, relicto, singulto, temulento, voznar….

Bueno, pues así es todo el libro. Curiosamente, en un párrafo habla de bulimia y anorexia y pone entre paréntesis el significado. Al principio cuesta pero luego te acostumbras a ignorar los palabros y entresacar el significado por el contexto y, si lo juzgas importante, volver al glosario. Pero vamos, que como se dice en el prólogo resulta algo cargante.

Como cargante resulta el protagonista, con el que es complicado empatizar. Rentista disoluto vestido de cínico e hipocondríaco dan ganas de soltarle un par de amurcos. Carne de cañón de los médicos visita a un psicoanalista (estamos hablando de 1929) que le convence de que está enamorado de su suegra y ahí va nuestro protagonista a cortejarla y tener relaciones carnales con ella. No debería haber hecho caso porque como afirma el propio libro:

La psicoanálisis es un descubrimiento precioso para la literatura, pero no puede incluirse de buena fe en la terapéutica.

Se muestra adelantado en algunos temas, como en la defensa del clítoris por parte de la mujer:

¡Cállate! Escucha. Culpé a mi clítoris, clí-to-ris—y subraya el vocablo—. ¿Qué hay? ¿Digo algo sucio? ¿Incurro en algún yerro anatómico? ¿No se llama vulgar y científicamente clítoris ese cuerpecillo carnoso y eréctil que sobresale en la parte más alta de la vulva, y cuyo papel consiste en transferir la excitación sexual que en él provoca el contacto del pene, a los órganos femeninos anejos?

Pero en otros momentos es absolutamente misógino, como cuando seduce a su criada y luego se siente sucio por haber sucumbido a la lascivia. Los sentimientos de la pobre mujer no se tienen mucho en cuenta.

Arturo pertenece a un club de neurasténicos donde cada uno es peor que el anterior y toma muchos medicamentos -generalmente ansiolíticos y opioides- algunos de los cuales todavía se siguen vendiendo, aunque seguramente no con la misma generosidad que en la época.

Cada noche tiene un sueño que se nos transcribe y aunque algunos tienen páginas de gran belleza otros son infumables. Dejo muestra al final de uno de los primeros y prevengo sobre el de la Grecia clásica que me secó las meninges.

En general puede verse como una parodia de Proust -al que se cita en varias ocasiones- e ignoro cuál pudo haber sido su capacidad cómica hace tiempo. Ahora ya he dicho que más bien poca. Es un libro difícil de encontrar y no se preocupen por eso. No es una joya escondida, es una rareza que tiene la virtud de lo extraño pero una calidad muy desigual.

Curioso.


El rostro de Arturo tiene momentos de supina inexpresión. En tales tractos, semeja la carátula de la estolidez. El psiquiatra sorprende uno de esos momentos. Observa la faz inmóvil de Arturo. Y le juzga vencido, anonadado.
—¿Qué tal?—interroga con sorna.
Arturo hace un gesto de enojo. Sordamente, con rencor y escarnio, silabea:
—Me convertiría, de no vedármelo mi civilidad, en personaje ruso. ¿Lee usted novelas rusas?
—Sí—contesta, desconcertado, el psiquiatra—. Pero no comprendo…
—¡Claro! — dice, con suficiencia, Arturo—, usted no comprende nada. ¡Es increíble, doctor, que seas tan estúpido! ¡Un hombre como tú, que ha estudiado en la Facultad! ¿Por qué no comprendes nada? ¡Dios mío, qué obtuso, qué bestia eres! ¡Un hombre de tantos estudios, y que no sabe nada! ¡Es increíble!… He aquí, doctor, unas cuantas contumelias eslavas, que yo, si no fuese un hombre cortés e hipócrita, podría ofrecerle.
—Señor mío, en el manicomio, mis clientes me obsequian con injurias de mayor calibre—pronuncia, grave y digno, el neurólogo.
—Bien, bien—regonza desdeñosamente Arturo—. Sírvase usted desarticular, si no le fastidia, el esotérico engranaje de su genial hallazgo.
—No hay inconveniente. Desde el punto de vista científico, terapéutico; nada se opone a que yo le complazca. Es usted, además, un escéptico. Pero presumo que, a la postre, se convertirá usted al freudismo ortodoxo. Me habló usted en un principio—continúa el mentalista—de Graciela. Usted y Graciela, conjuntos en un banco, se ven Sorprendidos. Y usted, en su sorpresa, cita a Crates. Bien. Crates fué un ilustre discípulo de Diógenes. ¿Comprende? Y Diógenes, a su vez, un sectario de Onán. ¡Estupendo! —Al hablarme de su última novia, y de pasada, usted me hizo saber que, sin causa, solía decirla: «Con diez años más estarás más sugestiva». Lo que vale tanto como: me gustarás más cuando envejezcas, cuando te parezcas mis a tu madre. —Me habló usted, luego, de Nerón. Nerón, para usted y para mí, significa: Nerón y su madre: incesto. —Mostró usted a seguida su desdén por sus novias. Más tarde, aludió usted a Caracalla. Caracalla, como Nerón, sostuvo comercio incestuoso con su madre, y se casó con su suegra o con la suegra de su hermano. Usted mismo relacionó más tarde tal alusión con la madre política de un amigo. ¿No es eso? —A mi pregunta, ¿qué frutas le placen más?, respondió usted, sin titubeos: la pera y el plátano. Creo pueril recordarle lo que en el bajo léxico significa la palabra pera. El plátano, aquí y en todas partes, es un símbolo fálico. —Pero hay más. Confesó usted acto seguido, que de los síntomas que le aquejan el que más le angustia son las palpitaciones. La relación es obvia. Las palpitaciones son muy frecuentes en individuos que se masturban. (Ah, y olvidaba su alusión a los jesuítas, tan sugerente). Cuanto a sus dos recuerdos infantiles (uno de ellos encubridor, sustitutivo, retroactivo) no necesitan exégesis. Lo que acarició con los labios y mordió luego su niñera, produciéndole a usted deleite y dolor, no fué, claro está, un palitroque. El palitroque es un símbolo. Después… su sueño de la noche última, de contenido tan claro ¡Una joya! El figonero quiere casar a su hija. Usted se siente bíblico y, ni más ni menos que David, le ofrece doscientos prepucios. (Esto de los prepucios es de una claridad diamantina). El figonero no comprende. Usted le ilustra… Desdeña él la dote; pero por ella, y aun de balde, le brinda a usted su mujer, recomendándole, de paso, que no haga usted lo que «el señor Onán, el de la esquina». A usted le parece «delicioso» el trueque. ¡Diamantino! Usted gusta más de la madre que de la hija. Pero hay más aún. Usted, en el trapecio, es Juan Jacobo Rousseau. Pie aquí la personificación perfecta de su pernicioso hábito y de su esotérica ambición erótica. Juan Jacobo Rousseau: el hombre que se masturba y que es iniciado en el amor por la señora Warens, a quien llama mamá y por quien siente un filial afecto. —¡Esto de Rousseau es definitivo! Pero el sueño no está concluso. A usted, de pronto, le sujetan por el rabo. Es usted ya un gorila. Usted lo oye decir y lo comprueba por sí mismo.


Una pausa discreta, de nueve segundos. Después:
—¿No te asfixia este ambiente de falacias que nos nutre, o mejor, nos enerva, y que no es en suma sino el sedimento de unas costumbres contraídas por los primeros hombres? A mí me acongoja. Por eso, de vez en vez, eludo el potro de las conveniencias sociales, y, de un brinco feliz, me coloco en el ápice de mi personalidad. Pero basta de incisos. Continúo. Con el azahar en el talle, y mi virginidad íntegra, a raíz de la bendición nupcial, deseé, como he dicho, a un hombre que no era el hombre con quien acababa de unirme. Deseé a un hombre, y osé acariciarle, aunque fuese con una maniobra fugaz y clandestina. Después, unas horas después, al desvestirme a la vera de mi marido, la traza del lacayo se hizo borrosa, imprecisa; acabó por esfumarse. Fui íntegramente, solamente, de Casto, durante unos minutos: minutos de esperanzado aturdimiento, de impaciente dolor, de insípida lucha, de desconsolado asombro. «La síntesis del amor, ¿es ésta?» — me pregunté entre lágrimas. La decepción me hizo injusta con mi marido. «Culpa de Casto—me dije—. Es inhábil. Está en la inopia. Yo soy un instrumento de precisión, virgen, que hay que tañer con suma destreza. El, torpe y egoísta, lo ha hecho con precipitación y gulosa brusquedad. ¡Qué poco tacto!» Pero me contradije en seguida, sensatamente, y culpé del fracaso a mi clí-toris…
—¿Julia!—protesta Arturo.
— ¡Cállate! Escucha. Culpé a mi clítoris, clí-to-ris—y subraya el vocablo—. ¿Qué hay? ¿Digo algo sucio? ¿Incurro en algún yerro anatómico? ¿No se llama vulgar y científicamente clítoris ese cuerpecillo carnoso y eréctil que sobresale en la parte más alta de la vulva, y cuyo papel consiste en transferir la excitación sexual que en él provoca el contacto del pene, a los órganos femeninos anejos?
Arturo se resigna, y asiente con fúnebre convicción. Julia prosigue:
—Supuse que mi anestesia, suscitada por la inhibición funcional del clítoris, no sería durable. (Yo de muchachita pasé por un ciclo de masturbación clitoridiana muy intenso. Y dicen que cuando esto ocurre, el clítoris, luego, en la conjunción sexual, anda remiso, perezoso.) Supuse, pues, que mi anestesia no sería durable. Y como consecuencia, supe adherirme a la conyugalidad con esperanza y denuedo. A poco, recolecté el fruto. Mis intimidades con Casto, trocáronse de desabridas y breves, como trasunto de un amor de corral, en gustosas, luengas—y reiteradas por mi iniciativa—como no pude soñarlo. Pero a las pocas noches, la costumbre—¡maldita costumbre!— comenzó a difuminar el incentivo de aquellas pugnas. ¡No eran, pues, sino un hábito, escape del instintol En plena luna de miel supe ya del hartazgo, y de la pasividad de la víctima que soporta algo que le repugna. Y, para colmo de desdichas, allá, en el fondo de mi memoria, en rabioso diseño, la silueta del lacayo aquél. Casto, una noche, me dijo: En el matrimonio la intimidad erótica, de por sí, es nada. Se convierte en función, degenera en hábito. Se desvirtúa. (Qué une, pues, al hombre y a la hembra en el matrimonio} El amor. El amor, que tiraniza con su exclusividad despótica. Un hombre que ama a su mujer—o viceversa—es ya un individuo sordo y ciego a toda solicitación sexual que no surta de la persona a quien ama. Es una suerte de atrofia o menoscabo que inflige el amor a sus adeptos. A la postre, esta solicitación no parte ni de la persona amada. Y los amantes se truecan en compañeros. En veces, el andrógino —el matrimonio—se disocia. La sutura, falsa, se rompe. Recupera cada uno su prístina individualidad. Y entonces surge, ineludiblemente, el adulterio. El marido que desea se-xualmente a una mujer que no es la suya propia, ya está incurso en adulterio. La mujer, como objeto pasivo, sin precisión de desear a un hombre que no es el suyo, sólo con reparar en él y advertirlo como tal hombre, ya lo comete. Cuanto a la consumación material del adulterio, que es lo que preocupa…, no significa nada.
Yo era, pues, una adúltera, y en grado supino.


Camina con vacilaciones de atáxico. De pronto, columbra algo impreciso, borroso: ¡un transeuntel Suspira con alivio. Y le aborda:
—Perdone usted. Estoy indispuesto. ¿Sería usted tan amable que me proporcionara un vehículo?
El peatón se aturulla. Balbuce unas incoherentes palabras. Retrocede de un brinco y, abrochándose el gabán, se aleja.
—Un héroe — piensa Arturo—. Un biznieto del Cid.
Pasa un taxímetro.
—¡A casa!—chilla Arturo, precipitándose en el interior del coche. Se rectifica, después, y enuncia, escuetamente, sus señas.
Tres minutos de angustia. El corazón de Arturo devora kilómetros de agonía: el taxímetro avanza con menos celeridad.
Ante su casa, se apea Arturo. El chauffeur queda turulato. ¡Un duro de propina! Con honrada incredulidad, inquiere:
—¿No se equivoca el señor?
Arturo responde:
—Un cadáver no se equivoca, ni escatima sus gastos.
En la escalera, se topa con Monje.
—Ya me iba—dice el doctor.
Arturo le abraza, convulsivamente, con ansiedad de náufrago.
—Suba usted, suba usted—le suplica—. Esto va mal, muy mal.
Suben juntos. Pasan al comedor. Arturo se derrenga sobre una silla. El médico, a su lado, en pie, le interroga:
—Bueno, ¿qué es eso? Dígame.
Arturo narra, sin omitir detalle, su odisea diurna.
—¡Pero, hombre! ¡A quién se le ocurre!—profiere el amateur de la psiquiatría, acomodándose en una butaca—. Solesio es un botarate de mala especie. Un psicólogo indigesto de freudismo. La psicoanálisis es un descubrimiento precioso para la literatura, pero n-o puede incluirse de buena fe en la terapéutica. Además, ¿quién entre nosotros posee un perfecto dominio de la técnica freudiana?


—No te burles, taciturno príncipe.
—No me burlo.
—¿Luego la Fierra tiene corazón?
—Sí; un corazón duro, ya te he dicho: de diamante. ¡Un tesoro de corazónl
— ¡Qué profundidad! Pero, ¿no te burlas?
—Hablo en serio. Un corazón duro, muy duro, de carbono cristalizado. Y, para ser corazón, grande, enorme, del tamaño de un alpiste.
—¡Yorik!
—Yorik ha muerto.
—Pero tú te has asimilado toda la torpe dicacidad de su cacumen.
—Es posible— responde Hamlet con flema—. ¿Por qué no? Mi carátula de hipocondríaco será entonces el barniz o mogate, con que yo, hipocritísima, embadurno mi tendencia al diolatismo.
—Tal vez.
—En fin—bosteza Hamlet—, es cosa de enterrarse ya. Me aburres y te aburro. Se está mejor bajo tierra. Te juro que se está mejor.
—Yo no me lo explico.
—Yo sí. Yo siento, como el espálace, la voluptuosidad de roer, de hendir, poco a poco, la tierra, y de nutrirme con su jugo. Esos anfructuosos y laberínticos subterráneos que yo construyo y entibo con exquisita minuciosidad, me divierten. Por otra parte, mi anorexia—mi desgana—de antaño, que’tan infeliz me hizo, es hoy, por la gracia de Dios, insaciable bulimia (hambre de buey). Mortal; tengo un excelente apetito. Seré—lo soy, sin duda—entomófago, necrófago y geófago, todo en una pieza. Pero eso, ¿qué importa? Mi estómago, merced a los buenos oficios de una providencial malacia, apetece la carne cediza o francamente corrupta de los cadáveres; los gusanos, los insectos y la misma tierra… Son—te lo aseguro—manjares exquisitos. Yo los degluto con delicia. Mis dientes, sobre todo, tienen una voracidad de accipitres.
—¿ Sus dientes?
—Mis dientes, que se desatornillan de sus muescas, y
surcan, como diminutos volátiles, el espacio. Mis dientes, que se martirizan entre sí, como las mennónidas, sobre el sepulcro de Claudio el adúltero, y que luego picotean sus despojos con saña.
—¡Horror!
—No hay tal horror… Pero, ¡calla! Silencio. Ya distingo, en el horizonte, la sombra de mi padre.
Arturo escruta en torno, obstinadamente: pero sólo ve a Hamlet que alza, amenazador, los puños.
—No veo nada—dice Arturo.
—Yo sí. Yo soy nictálope, como los gatos—afirma Hamlet—. Pero vete. La presencia de la Sombra me saca de quicio.
Arturo, renuente, dirige a Hamlet unas preguntas indiscretas. Este, zafándose, responde:
— Claudio vive aún. Yo vivo aún. La Sombra me instiga. Claudio debe morir.
Arturo se signa, con asombro, y dice en alta voz para que le oiga Hamlet:
—¡Está como una cabra!
Pero Hamlet, cabizbajo, rumia ya, premiosamente, su soliloquio:
—Sin duda, sin duda… La venganza es una cosa muy seria. Muy seria. ¡Pero esto de no existir! Porque yo no existo. Mi vida es una prolongación de la vida de mi padre. Es él, y no yo, quien actúa. El, occiso, que surge de entre sus cenizas… ¡Admirable! Ya se regodean los gusanos. ¡Es lógico! Les aguarda un gran festín, un suculento festín. El Señor, acude, lautamente, a las necesidades de todas sus criaturas… Me parece lógico. Pero la hora se acerca. Ya surgen Caín y Abel, redivivos. Ya surjo yo, ¡la quijada! Es triste. La quijada y una carroña más. Pero ¡no importa! Es lógico también… Dos adversarios poderosos cruzan sus aceros. ¿Quién cae? Quien se interpone. ¡Y le está bien! Sin duda. Por intruso. Ahí están, atestiguando seriamente—muy seriamente—mi aserto, los cadáveres de Rosencrantz y Guildenstern. ¡Entrometidos! ¡Idiotas! Pero yo, en rigor, no me interpongo, aunque soy de la misma pasta y asumo, inicuamente, el mismo papel. ¡Qué atrocidad! ¡Qué burla! Y ese fantoche, ese fantoche
Se viste de cualquier modo: no se acicala. Está enfurecido, trémulo. Su lasciva debilidad le pesa como un reconcomio. «Tengo que huir—balbuce—. Mi voluntad sólo me sugiere este cobarde refugio. |Oué sarcasmol—Y luego, con saña—: Arturo, debes arrancarte en túrdigas esa piel de paquidermo (de paquidermo verriondo) que hace en ti las veces de cutis de hombre. Eso debes hacer, filósofo incorruptible, que te prostituyes en cuanto hallas una ocasión propicia. Eso debes hacer, meditador ecuánime, que te derrites de gusto, como un quídam, entre los brazos puercos de una fámula soez».

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