Juan Aparicio-Belmonte. López López.

junio 12, 2012

Juan Aparicio-Belmonte, López López
Lengua de trapo, 2004. 220 páginas.

Encandilado con la novela El disparatado círculo de los pájaros borrachos, fui rápido a la biblioteca a tomar en préstamo ésta, que es anterior.

Martín es una rtista de mala muerte que desprecia a estafadores como El Pintor, cuyos cuadros monocromáticos con una pequeña espiral se cotizan carísimos, y su cuñado, hombre de dinero, los colecciona con mimo. Pero cuando la casualidad le lleva a falsificar un cuadro empieza a descender por una espiral en la que aparecerán kosovares que no lo son tales, dinero falso, abogados sin escrúpulos y más gente de mal vivir.

Aunque me ha gustado menos que la siguiente que leí antes, la devoré en un día compadeciéndome del previsible futuro del protagonista, riendo con la crítica al arte contemporáneo y sus mandarines, y, en definitiva, dejándome arrastrar por una historia delirante y bien contada. Totalmente del estilo de la editorial, pero una de esas pocas veces en las que el libro está bien escrito.

Calificación: Muy bueno.

Un día, un libro (285/365)

Extracto:
—Qué atrevida es la ignorancia, madre mía. ¿Se te ocurriría poner un cristal a un picasso o un van gogh? ¿Se te ocurriría?
—¿Por qué no? Es una superficie transparente. Sólo protege. Nada más… Pensé que os agradaría la idea.
—Por favor, hombre… —en el fondo, mi cuñado estaba más contento que indignado: dada su escasa autoestima, aprovechaba cualquier oportunidad para demostrar un gusto que no tenía, se refugiaba enseguida en las lagunas que creía descubrir en los demás para bucear en ellas y aleccionar con todos los lugares comunes del mundo—. Un cristal le quita luz a la pintura… El Pintor es el pintor de la luz y el misterio… El Pintor traspasa la frontera de lo predecible para entrar en el territorio de lo posible… ¿Cómo puedes poner un cristal a ese almacén de paradojas que es todo cuadro de El Pintor?
—¿Vais a tomar postre? —dijo mi hermana, un poco cansada de la conversación.
—No, no —respondió mi cuñado—. Tengo unas ganas enormes de volver a casa y ver el cuadro sin ese cristal, tal y como lo ideó el artista…
No fue fácil convencerle de que no debía intentar extraer el cristal por su cuenta, que lo mejor era que lo quitara un profesional con los utensilios apropiados. Por fortuna, mi hermana apoyó mis palabras y mi cuñado se resignó, volviendo a dejar la caja de herramientas en su sitio.
Pero esa noche me fui a casa con la mosca detrás de la oreja, y en la cama me acosó el temor irracional de que mi cuñado, en un impulso de impaciencia, despertara y destrozara el cristal a martillazos para descubrir la pintura aún fresca de mi falsificación.
A la mañana siguiente, me presenté en su casa muy temprano. No había pegado ojo. Mi cuñado ya salía por la puerta.
—¿Qué haces aquí tan pronto? —se sorprendió.
—Vengo a recoger el cuadro, para que le quiten el cristal.
—¿Cómo? ¿Llevártelo? Ni hablar.

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