Ignacio Vidal-Folch. No se lo digas a nadie.

diciembre 19, 2008

Editorial Anagrama, 1987. 126 páginas.

Ignacio Vidal-Folch, No se lo digas a nadie
Reportera intrépida

La primera novela de Vidal-Folch sigue la estela gamberra de El crimen no paga -un libro que tendré que releer algún día, porque era divertidísimo-.

Leda es una periodista con ambiciones pero de escaso talento. Mediante turbios manejos consigue que su jefe le permita hacer un reportaje, así que se adentrará en la cárcel Modelo -que ahora quieren convertir en hotel de lujo, por aquello de que la realidad supere a la ficción- buscando información interesante. Allí conocerá a Abdullah, que trabajaba de mensajero en una extraña compañía y que le descubrirá los trapicheos de la Barcelona nocturna.

Está escrito como si fuera la serie de artículos que Leda publica en el diario y los personajes sufren las consecuencias de las revelaciones de la periodista. Tiene la frescura y la gracia de sus relatos anteriores y encaja muy bien dentro de la línea canalla de la colección contraseñas, que echo de menos con nostalgia. Ahora Anagrama es demasiado seria.

Divertido, surrealista y más desaforado que sus novelas posteriores -aunque con la misma mala leche. Muy bueno.


Extracto:[-]

El ordenador de la Oficina Marítima verbalizó, sardónico: «No computable.» Y dije mi adiós a los guanos. Pero no me afectó el contratiempo, sino que rumiaba: «Zote, ¿quién te apremia a doblar el lomo, si ello es verano, tú, joven, y tu condición la de nuevo en plaza? Y la mar de jocundo subí las Ramblas, en cuyas historiadas esquinas docenas de señoritas (quizá apostadas por el Ayuntamiento para dar cortés recibida a los turistas) me agasajaron con rica muestra de sonrisas y sugestivos caderazos; deferencias a las que correspondí besando las aceras y bramando «Viva España, Visca Catalunya» cada cien metros, hasta encontrar en los asquerosos aledaños de la plaza Real una pensión clavadita a «La Sórdida»: aquí en el vestíbulo, las mismas chinches y agria fetidez; acá tras el mostrador, parejo posadero corpulento, rubicundo de vino e irritable; al fondo del lóbrego pasillo, otro huésped pálido de huidiza mirada que camina frotando las paredes con la manga; y doquiera, roña fermentada, e inmundicia, y fracaso. Ya digo: me sentí como en casa.

Firmé en el libro de registro, pagué, y una vez el posadero me hubo asignado litera en una alcoba cuartelaria, volví a salir en busca de trabajo. Durante las primeras semanas, mi única ocupación fue leer las ofertas de empleo en la prensa, y pasear en autobús, a la descubierta por Barcelona. Practicaba un magnífico sistema de ahorro: no comer; el ayuno me hizo hipersensible, y cualquier cosa —un rótulo de tráfico, unas hojas muertas, un resplandor fugaz…— me revelaba el hondo sentido de la vida. El tiempo se detuvo en plácido letargo.

—¿Y con ese palmito que te gastas no te salió ningún empleo? ¡Vamos, anda!

—Cierta multinacional requería un ingeniero técnico industrial con espíritu emprendedor y experiencia probada en gestión financiera, mejor si miembro del Opus; mi retrato robot. Ofrecían integrarme en un equipo joven y dinámico así como un sueldo de aquí te espero. Pero al carecer de padrinos y papelotes burocráticos… ¡me rechazaron! ¿Para cuándo la revolución?… Postulé en vano a una docena de trabajos. Con la invernía, el tiempo volvió a ponerse en marcha y pobreza asomó su negro morro. Se desvaneció aquel cariz lírico de los paseítos en autobús. Contemplar las bellezas de Barcelona, fastuosas e infinitas como las yerbas de las playas, devino asaz latoso. Y el ayuno controlado y ahorrativo se trocó en un hambre lobuna que me descarnó. Fui un esqueleto mondo que se desvanecía por las calles.

Y cada noche, tras doce horas de callejeo sin un amigo a quien hablar, las tripas aullando a muerto, y todo yo hecho intensísimo deseo de catre, de sueño y de olvido, cuando volvía a la pensión, el posadero intratable me restregaba por la cara una factura cada semana más luenga, impetrando su satisfacción con grosería inmunda. Para esquinarle, yo solía aguardar hasta las dos de la madrugada en un banco de la vecina plaza de la Iniquidad: a esa hora, el posadero era relevado por el conserje nocturno: un viejo a cuya modorra todo le daba un comino, y medio comino el que yo pagara o no el catre.

2 comentarios

  • malvisto enero 13, 2009en7:44 pm

    Hombre, qué buena es la mala leche. Buena no para dejar saludable, todo arregladito y sin que nad pese y se descomponga. No sé lo que digo: aquí en tu blog descubrí a Vidal-Foch y entonces lo iré a leer. Como no es fácil conseguirlo en este pueblo me aventuré por la biblioteca y existen dos títulos. El Arte no Paga, y este.

    un saludo,

  • Palimp enero 15, 2009en12:42 pm

    Espero que te gusten. El Arte no paga es uno de los primeros de Vidal-Folch y me parece muy corrosivo.

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