Gonzalo Suárez. El síndrome de albatros.

diciembre 18, 2020

Gonzalo Suárez, El síndrome de albatros
Seix-Barral, 2011. 240 páginas.

La novela empieza con una obra de teatro llamada Lujuria donde se narra una especie de cuadrángulo amoroso entre dos esposos, el amante de su mujer y la imaginada ¿o no? amante del marido que a su vez puede haberlo sido también del otro. A partir de ahí se construye un artefacto narrativo en el que bajo la apariencia de una investigación se van mezclando diferentes planos narrativos que giran todos alrededor de los mismos personajes que se van transmutando.

El planteamiento de los diferentes ejes y el ambiente entre onírico y vanguardista de toda la obra, en la que se llega a plantear -si bien de forma muy casual- que si todo esto es posible es porque hay un escritor escribiendo su vida, me ha gustado bastante. Pero como el material de partida, al que se le dan tantas vueltas, es tan escaso y poco atractivo (el cuadrángulo) se me ha hecho cansino.

Supongo que no quería añadir a la complejidad formal complejidad argumental, pero creo que si te lanzas a la piscina lánzate del todo. Pero bueno, es mi modesta opinión. Otras reseñas: El síndrome de albatros y El síndrome de albatros.

Se deja leer.

LA VOZ
Después de que cambiara mi vida, mi vida volvió a cambiar. Persistía, eso sí, el zumbido del herpes zóster, como un abejorro en el costado. Un molesto runrún al que yo ya no hacía caso. Pero él a mí, sí. Había dejado de escribir cuentos para niños y dar clases a adolescentes pero seguía traduciendo novelas policiacas a 12,50 el folio, cuando en la página en que la chica besa al asesino sonó el teléfono y oí la voz de la que acabaría convirtiéndose en la bruja de mi bosque desencantado.

—Soy Ludivina Vollard, viuda de Maximiliano Vo-llard, el académico fugaz —anunció.

No la conocía de nada y, vagamente, me sonaba el nombre de su difunto marido. Me pidió que fuera a verla al día siguiente. Se trataba, al parecer, de un asunto para el que, sospechosamente, sólo confiaba en mí. La voz profunda y la oquedad metálica que el auricular le confería, convirtió la invitación en un perentorio mensaje de ultratumba. En cierta manera, lo era. Acudí. Siempre me han interesado las viudas. Son mujeres que gozan del privilegio de vivir por segunda vez.

Era un lugar idéntico a otro lugar y una casa idéntica a otra casa. La misma verja circundaba el jardín y la consabida vereda conducía a la puerta de entrada. Juraría que yo ya había estado allí en otras circunstancias, aunque tratara de ignorar, o prefiriera no recordar, cuándo y por qué.

De Maximiliano Vollard, difunto esposo de Ludivi-iia, sabía poco y de oídas. Poeta, dramaturgo, lingüista, ocasional editor y ludópata empedernido, había durado en la Real Academia menos que el papa Juan Pablo I en el Vaticano. Lo del Papa se debió a una oportuna intervención del Espíritu Santo, según los anales de la Santa Sede. I ,o de Vollard no requirió ayuda divina. Murió de muerte natural. O eso me dijo su viuda.

—No sé por qué llamamos natural a algo tan poco natural como morir entre tubos y desconocidos que no le dejan morir en paz —reflexionó Ludivina, y añadió con preventiva aprensión—: Cuando me llegue la hora, lo haré a mi manera.

Descalza y recostada en el sofá, exhibía largas piernas cruzadas y rodillas huesudas, mientras me escrutaba por el resquicio de los párpados entornados que camuflaban un ligero estrabismo. Con estudiada languidez, el vaso vacío estaba a punto de deslizarse entre sus dedos y el cigarrillo apagado de desprenderse de la comisura de los labios. Un repertorio estereotipado que sólo la actitud irónica salvaguardaba del ridículo. Comprendí que actuaba ante mí. Para mí. Me estaba haciendo cómplice de un juego que yo ignoraba, y me sentí obtusamente halagado. Conservaba algo de la belleza de antaño. No demasiado. Lo suficiente para reconvertir las arrugas en rasgos de carácter y dotar los gestos de supuesta inteligencia. Me gustaba. No se parecía en nada a la que había sido mi mujer, ni a mi madre, y tampoco se parecía a sí misma. Simulaba ser una actriz en busca de personaje, o eso supuse yo,

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