Gonzalo Hidalgo Bayal. Conversación.

marzo 10, 2021

Gonzalo Hidalgo Bayal, Conversación
Tusquets, 2011. 240 páginas.

Incluye los siguientes cuentos:

Kalé heméra
Corzo
Aquiles y la tortuga
Monólogo del enemigo
Reparación

Gonzalo tiene un estilo de escritura muy reconocible, y le gusta, en ocasiones, dar vueltas sobre un concepto en una especie de agujero negro o maelstrom, creando una tela de araña de la que es difícil despegarse. Este recurso, cuando es usado con mesura, me gusta bastante. Cuando se cae en el abuso me deja bastante frío.

Por eso el cuento que más me gusta es el primero Kalé heméra, historia sencilla pero tierna narrada con gran eficacia. Y el que menos el último Reparación, construido apenas sin materia haciendo equilibrio con las palabras. El resto de cuentos, a medio camino.

Lectura provechosa. Una buena reseña aquí: Conversación.

Recomendable.

Alguna vez, de joven, se había imaginado licenciada en arte o en literatura y, aunque era otro ahora el propósito, el arte o la literatura seguían siendo su objetivo. Pero había dejado el preu con dos asignaturas colgadas, la filosofía, que era sólo de estudiar, dijo, y el griego, que nunca había llegado a entender y del que había olvidado incluso el alfabeto. Por eso, ahora que quería seguir y volver al punto en que lo había dejado, necesitaba un profesor de griego. La historia me cautivó, así que enseguida empezamos a hacer planes y a trazar un programa. Necesitaríamos la sempiterna gramática de Berenguer Amenos y los ejercicios de la Hélade para recuperar los conocimientos remotos. Después nos acogeríamos a la litada y la Odisea, más concretamente a la antología de la Sociedad Española de Estudios Clásicos que figuraba como texto de traducción oficial de preu, y el diccionario manual griego-español de José Manuel Pabón. El griego es engañoso, le dije, parece que se olvida por completo, pero en el momento en que uno vuelve a él rápidamente advierte que no ha olvidado tanto como pensaba. No es como el latín, le dije, que también es engañoso, porque uno cree que no ha olvidado mucho y cuando vuelve sobre él no da pie con bola. Hablamos de ciclismo y natación, de Heráclito y Parménides, de Aquiles y las tortugas, de morfología y sintaxis, de declinaciones y partículas, esos pév, esos 6é o esos yáp que, según ella, tan complicados e inútiles resultaban. No son inútiles, dije, son los soportes del discurso, las muletas del sentido. Ciertamente, en efecto, en primer lugar, por una parte, bromeé, son necesarios, etcétera. Al fin y al cabo, yo siempre estuve de acuerdo con nuestro profesor de lenguas clásicas. Dije muchas cosas, naturalmente, las suficientes e incluso más (recité, por ejemplo, el primer verso de la Odisea: ‘Avòpa pot évvejie, Movaa, jtoLúxpojtov óç páXa jtoÀAd, un arma secreta de la memoria, háblame, musa, del astuto varón errabundo) para que la mujer advirtiera el nivel de mis conocimientos y se entusiasmara con un porvenir de grandeza intelectual inmediata y asequible. Acordamos los horarios sin dificultad: dos clases de hora y media por semana, los martes y los jueves, de once a doce y media, en el centro de la mañana, por los niños, porque tenía que llevarlos al colegio y recogerlos y darles de comer a mediodía (el marido comía en la fábrica) y volver a llevarlos y a recogerlos por la tarde, etcétera. Quedamos, pues, en tener el martes siguiente la primera clase seria y provechosa. Me despidió en la puerta y yo salí de allí con el ánimo encogido.

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