Géza Csáth. Cuentos que acaban mal.

junio 10, 2020

Géza Csáth, Cuentos que acaban mal
Nadir ediciones, 2007. 136 páginas.
Tit. Or. Válogatott Elbeszélések. Trad. Dixon servicios lingüísticos.

Incluye los siguientes cuentos:

El silencio negro
El jardín del brujo
La rana
Cuentos que acaban mal
El cirujano
La muerte del mago
Padre e hijo
Sueño vespertino
Matricidio
Opio
En la Plaza Kálvin
Schmith, el panadero de pan de especias
Homicidio
Fantasías de un bachiller
Músicos

Sinopsis:

Los cuentos de Géza Csáth tienen magia, ácida profundidad y lirismo salvaje. En cada uno de ellos, de modernidad atemporal, se descubren ecos de escritores clásicos y modernos; la crueldad de Agota Kristof, la amarga ironía de Kosztolányi o la misoginia de Sándor Marai. Su literatura desnuda va más allá de su época para imponer un estilo de forma contundente en fondo y forma. No se puede ir más lejos en los relatos «Padre e hijo», «Matricidio» o «La muerte del mago». Son modélicos. Como manifiesta en «Opio» a Csáth le interesa más una vida intensa que longeva. Se lanza sobre sus personajes como el cirujano trepana en la mesa de operaciones a la búsqueda del tumor escondido en los rincones del alma.

Una reseña excelente: Cuentos que acaban mal. Otra: Cuentos que acaban mal.

La esencia de la existencia es una mercancía de gran valor, de la cual, durante siglos, generaciones enteras reciben tan sólo una hora.
Quien se conforma, se resigna a morir antes de haber nacido. Pero los que han logrado hacerse hombres de verdad, y se han puesto a prueba -como corresponde a su dignidad-, pueden robar catorce horas cada día para sí mismos. Estas catorce horas equivalen a la vida de cuatrocientas generaciones durante ocho mil años. Pero contemos sólo cinco mil. Es decir, en un día vivo cinco mil años. En un año esto significa aproximadamente dos millones de años. Suponiendo que empiezas a fumar opio siendo ya un hombre fuerte y desarrollado, y te preocupas por cuidar de tu salud -conviene confiarla a un buen médico- podrías vivir unos diez años. Entonces, con tranquilidad podrías recostar tu cabeza sobre la fría almohada de la eterna extinción a la edad de veinte millones de años.
Quienes no quieran pagar ese precio, quienes no deseen veinte millones de años de eternidad, dejémosles que vivan cien años y que se multipliquen en sus descendientes.
¡Bah! Os abriremos de un corte la tripa y os la llenaremos de estopa para que no chorreéis. (Vania hablaba furioso, casi arengando). ¿Qué piensas, don Nicolai, cuántos rusos más seguirían todavía en el mundo si este cerdo hubiera estirado la pata un año antes?
Después de esta pregunta vino una pausa, pues estaban muy liados con el cuello del uniforme.
El viejo sólo respondió cuando ya, a duras penas, lo habían arreglado.
-Hubiera habido otro en su lugar. Porque mira, Vania, el padrecito santo necesitaba a un hombre así, si hubiera sido diferente, el padrecito santo le hubiera mandado a freír monas. Hubiera puesto a otro a su servicio.
Vania no estaba muy convencido sobre la verdad de esta deducción. Lanzaba palabrotas exasperadamente, concluyendo al final que el fallecido era un cerdo y culpable de que hubiera mandado matar a más personas de las que era estrictamente necesario.
En ese momento ya habían terminado con el atavío. El viejo encendió su pipa, revisó el indumento, enderezó sus doradas y esmaltadas distinciones, sacó los puños de adorno de debajo de la chaqueta del uniforme y cruzó los brazos por encima del pecho. Después colocaron al fallecido sobre una pequeña camilla de hierro cubierta de fieltro, y el viejo abrió la puerta para transportarla hasta las escaleras.
Sin embargo, Vania -que era el más joven- cerró la puerta de un golpe.
-¿Por qué la cierras si yo ya la había abierto? -preguntó el viejo.
-Espera, don Nicolai, quiero hacer algo.
-¿Qué quieres?
-Enseguida lo verás.
Vania recorrió de puntillas la sala, incluso echó un vistazo al anfiteatro anatómico. Finalmente se acercó al cadáver y levantando de repente su mano, le propinó tres fuertes bofetadas.
Tras los manotazos, los dos hombres se miraron en silencio.
-Lo he hecho -dijo Vania-, porque hubiera sido una mezquindad no deshonrar a este insolente, a este ladrón asesino; que aún no se ha podrido bajo tierra un hombre más abyecto que él. ¡Se ha presentado la ocasión!…
El viejo asentía con la cabeza, por lo que el más joven, riéndose, continuaba aún más envalentonado:
-¡Cómo no voy a abofetear a este cerdo, todavía le daré una patada! Entusiasmado con su nueva idea, subió con cuidado a la camilla donde yacía el cadáver y prestando atención para que no se ensuciara el traje húmedo, le dio una enérgica patada en la cara. Después se bajó. El viejo ya traía la esponja. Le lavaron nuevamente el rostro y le peinaron mientras se reían forzadamente. No hablaron más sobre el asunto.
Por fin, comenzaron a empujar la camilla hacia fuera. El viejo se disponía a abrir la puerta de nuevo.
-¡Espérate un poco! -le detuvo el otro- ¡Sólo una vez más!
Se preparó nuevamente, y propinó una última estruendosa bofetada en la cara del cadáver.
-Bueno, ahora ya podemos irnos -dijo después tartamudeando y con la cara enrojecida de la gran emoción.
Tras entregar el cadáver, caminaron en silencio a paso lento de vuelta al anfiteatro anatómico.
Un rato después Vania empezó a hablar:
-Sabes, don Nicolai, de no haberlo hecho ahora, hubiera estado arrepentido toda mi vida. ¡Piénsatelo: una oportunidad semejante! Que Dios no sea conmigo misericordioso si no he obrado bien.
-Está bien que lo hayas hecho -replicó serio el viejo.
Por la noche, cuando Vania se acostó en su cama, frotándose los ojos meditaba en lo orgulloso que el hijo que estaba esperando su mujer, estaría de su padre cuando creciera y le contara la actuación de hoy. Sería algo magnífico. La criatura, con sus grandes ojos negros abiertos como platos le contemplaría como a un semidiós.

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