Félix Ovejero. La deriva reaccionaria de la izquierda.

septiembre 2, 2020

Félix Ovejero, La deriva reaccionaria de la izquierda
Página indómita, 2018. 382 páginas.

Recopilación de ensayos de título engañoso puesto que sólo el que introduce el libro y el epílogo son críticas a la supuesta deriva reaccionaria de la izquierda. El resto tratan de diferentes temas que ni siquiera siempre están relacionados con lo que podríamos denominar ideología de izquierdas.

En los ensayos hay de todo, algunos muy flojos y otros que realmente dicen cosas interesantes. No ha sido lectura desaprovechada aunque no siempre comulgue con las ideas del autor.

En lo que respecta a las críticas de la izquierda entra dentro de una paradoja que voy viendo en diferentes intelectuales. Critican a la izquierda actual por no ser muy de izquierdas pero ellos militan en partidos que suelen ser de derechas. En el caso de Ovejero fue fundador de Ciudadanos.

Con todo algunas de las críticas son ciertas: el anticientifismo de la izquierda actual, el posible exceso de corrección política, la tolerancia con los nacionalismos periféricos. Pero críticas muy matizables y de ahí a decir que la izquierda actual es reaccionaria… pues va un buen trecho.

Lectura estimulante aunque como yo pienses a la contra del autor.

Yo no te puedo arrebatar tu casa si soy más fuerte, ando más necesitado o tengo la sangre azul. Tendré que comprártela y tú deberás estar de acuerdo. No hay una distribución «natural» y justa, la del mercado, que luego se «ensucia» a través de impuestos artificiales e injustos. Todos los derechos, tanto los «negativos» —esos que garantizan la libertad de opinión o la propiedad— como los positivos —los sociales, que protegen la asistencia y el bienestar—, cuestan dinero, y es una decisión política (colectiva) garantizarlos en mayor o menor grado y establecer prioridades entre unos y otros. La idea de que la distribución del mercado es la correcta, de que el mercado garantiza a cada uno lo que merece, no solo parte de unos discutibles supuestos de teoría económica (que permitirían reconocer qué aporta cada cual a los empeños productivos), sino que además asume una idea de justicia igualmente discutible. Al cabo, a todos nos parecería inhumano abandonar a su suerte a los niños, los ancianos o los discapacitados argumentando que «puesto que no aportan nada, no deben recibir nada».

De todos modos, ni siquiera hace falta ir tan lejos, pues si hay algo seguro, es que el instrumento de tasación de los conservadores, el mercado, no parece bien calibrado para medir méritos y esfuerzos. Basta con saber en qué familia viene cada cual a este valle de lágrimas para poder anticipar con precisión de geómetra cómo le irá en la vida. Entre otras cosas, por fenómenos como el llamado «emparejamiento selectivo», que lleva a los ricos a casarse con ricos. Los padres ricos tienen hijos que serán ricos, y los pobres, pues pobres. Tanto da que se trate de imbéciles irreparables o haraganes vocacionales como de genios de Nobel o esforzados estaja-novistas. De vez en cuando, alguno se sale del cauce y aparece en las revistas de las peluquerías, pero no hay que engañarse: premiar únicamente esfuerzos o talentos (la mínima idea de igualdad de oportunidades) no forma parte del guión que rige nuestras sociedades. Sobre eso caben pocas dudas, y menos después de los datos sistematizados en El capital en el siglo XXI, el famoso ensayo de Thomas Piketty. Entre las muchas discusiones que ha desatado el publicitado libro, ninguna invita a pensar que erraba el Pijoaparte, el protagonista de la novela Ultimas tardes con Teresa, cuando, melancólicamente, se entregaba a la reflexión:

Lo mismo que el dinero, la inteligencia y el color sano de piel, los ricos heredan también esa sonrisa perenne, como los pobres heredan dientes roídos, frentes aplastadas y piernas torcidas.

La apelación conservadora a la responsabilidad resulta de corto alcance e inconsecuente. Su igualdad de oportunidades no es más que una vaga invocación que, en lo esencial, se limita dejar a cada cual concurrir en la carrera de la vida, y que no tiene en consideración que algunos llegan a la línea de salida con un yunque atado al pie y otros con una panadería debajo del brazo y, sobre todo, que a partir de ahí, todo a peor. Y esto no es una apreciación moral, sino resultado sociológico irrebatible: desigualdades materiales vinculadas, por ejemplo, al origen familiar suponen otras desigualdades, sin ir más lejos en la esperanza de vida, que, entre unos y otros, incluso en la misma ciudad, pueden llegar a los treinta años.

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