Editorial RBA, 2008. 230 páginas.
TenÃa ganas de leer algún libro de Blasco Ibáñez por su particular estátus dentro de la literatura. En su tiempo fue un super ventas, con numerosas adaptaciones en Hollywood. La crÃtica no ha alabado la calidad de su obra, pero tampoco la ha calificado de basura.
Para mÃ, como para muchos de mi generación, Cañas y barro es la serie de televisión. No la recuerdo mucho porque era un niño, pero algunas imágenes, muy crudas, las tenÃa todavÃa en la memoria. A media lectura aparecieron de repente en mi cabeza.
La historia transcurre en la albufera, más agua que tierra, dónde la gente vive cultivando arroz o de la caza y la pesca. Los Palomas son una saga de pescadores que viven allà desde tiempos inmemoriales, pero las últimas generaciones romperan la tradición familiar. El tÃo Tono se convertirá en arrocero, para desesperación de su padre, y su hijo Tonet sale un bala perdida, sin mucha afición al trabajo. Su noviazgo con Neleta, que posteriormente se casará con el tÃo Paco, el más rico de la albufera, será el corazón de la trama.
Se entiende que estas novelas vendieran mucho; a mà me enganchó desde el comienzo. Eso quiere decir que ha envejecido bastante bien. No hay grandes alardes estilÃsticos, pero la riqueza de personajes, situaciones y ambientes merece la pena. Pese a que el autor era republicano (pidió que no se trajeran sus restos a España hasta que no hubiera una república) uno detecta un leve aroma conservador en el texto; el progreso sólo se consigue mediante el trabajo, hay que ser pobre y honrado, etcétera.
Pero los estamentos pobres -y aún miserables- son retratados con cariño, mientras que los estamentos del poder se llevan su parte de palos. Resumiendo: me ha gustado bastante y se lee de un tirón. Puestos a leer best-sellers, que sean de Blasco Ibáñez.
Descárgalo gratis:
Blasco Ibanez, Vicente – Canas y barro.zip
Blasco Ibañez – Cañas y barro.pdf
(Te hará falta el programa EMule)
En el proyecto Gutemberg hay mcuhas obras de descarga directa:
Extracto:[-]
Asà era; pero el hombrecillo, volviendo hacia ellos el informe muñón de su oreja cortada como para no oÃrles, esparcÃa lentamente por la barca las cestas y los sacos que las mujeres le entregaban desde la orilla. Cada uno de los objetos provocaba nuevas protestas; los pasajeros se estrechaban o cambiaban de sitio, y los del Palmar que entraban en la barca recibÃan con reflexiones evangélicas la rociada de injurias de los que ya estaban acomodados. ¡Un poco de paciencia! ¡Tanto sitio que encontrasen en el cielo…!
La embarcación se hundÃa al recibir tanta carga, sin que el barquero mostrase la menor inquietud, acostumbrado a travesÃas audaces. No quedaba en ella un asiento libre. Dos hombres se mantenÃan de pie en la borda, agarrados al mástil; otro se colocaba en la proa, como un mascarón de navÃo. TodavÃa el impasible barquero hizo sonar otra vez su bocina en medio de la general protesta… ¡Cristo! ¿Aún no tenÃa bastante el muy ladrón? ¿Iban a pasar allà toda la tarde bajo el sol de septiembre, que les herÃa de lado, achicharrándoles la espalda…?
De pronto se hizo el silencio, y la gente del correo vio aproximarse por la orilla del canal un hombre sostenido por dos mujeres, un espectro, blanco, tembloroso, con los ojos brillantes, envuelto en una manta de cama. Las aguas parecÃan hervir con el calor de aquella tarde de verano; sudaban todos en la barca, haciendo esfuerzos por librarse del pegajoso contacto del vecino, y aquel hombre temblaba, chocando los dientes con un escalofrÃo lúgubre, como si el mundo hubiese caÃdo para él en eterna noche. Las mujeres que le sostenÃan protestaban con palabras gruesas al ver que los de la barca permanecÃan inmóviles. DebÃan dejarle un puesto: era un enfermo, un trabajador. Segando el arroz habÃa atrapado las fiebres, las malditas tercianas de la Albufera, y marchaba a Ruzafa a curarse en casa de unos parientes… ¿No eran acaso cristianos? ¡Por caridad! ¡Un puesto!
Y el tembloroso fantasma de la fiebre repetÃa como un eco, con los sollozos del escalofrÃo:
-Per caritat! Per caritas..!
Entró a empujones, sin que la masa egoÃsta le abriera paso, y no encontrando sitio, se deslizó entre las piernas de los pasajeros, tendiéndose en el fondo, con el rostro pegado a las alpargatas sucias y los zapatos llenos de barro, en un ambiente nauseabundo. La gente parecÃa acostumbrada a estas escenas. Aquella embarcación servÃa para todo; era el vehÃculo de la comida, del hospital y del cementerio. Todos los dÃas embarcaba enfermos, trasladándolos al arrabal de Ruzafa, donde los vecinos del Palmar, faltos de medicamentos, tenÃan realquilados algunos cuartuchos para curarse las tercianas. Cuando morÃa un pobre sin barca propia, el ataúd se metÃa bajo un asiento del correo y la embarcación emprendÃa la marcha con el mismo pasaje indiferente, que reÃa y con- Vicente Blasco Ibáñez 6 versaba, golpeando con los pies la fúnebre caja.
Al ocultarse el enfermo volvió a surgir la protesta. ¿Qué esperaba el desorejado? ¿Faltaba aún alguien…? Y casi todos los pasajeros acogieron con risotadas a una pareja que salió por la puerta de la taberna de Cañamel, inmediata al canal.
-¡El tÃo Paco! -gritaron muchos-. ¡El tÃo Paco Cañamel!
El dueño de la taberna, un hombre enorme, hinchado, de vientre hidrópico, andaba a pequeños saltos, quejándose a cada paso con suspiros de niño, apoyándose en su mujer, Neleta, pequeña, con el rojo cabello alborotado y ojos verdes y vivos que parecÃan acariciar con la suavidad del terciopelo. ¡Famoso Cañamel! Siempre enfermo y lamentándose, mientras su mujer, cada vez más guapa y amable, reinaba desde su mostrador sobre todo el Palmar y la Albufera. Lo que él tenÃa era la enfermedad del rico: sobra de dinero y exceso de buena vida. No habÃa más que verle la panza, la faz rubicunda, los carrillos que casi ocultaban su naricilla redonda y sus ojos ahogados por el oleaje de la grasa. ¡Todos que se quejasen de su mal! ¡ Si tuviera que ganarse la vida con agua a la cintura, segando arroz, no se acordarÃa de estar enfermo!
Y Cañamel avanzaba una pierna dentro de la barca, penosamente, con débiles quejidos, sin soltar a Neleta, mientras refunfuñaba contra las gentes que se burlaban de su salud. ¡Él sabÃa cómo estaba! ¡Ay, Señor! Y se acomodó en un puesto que le dejaron libre, con esa obsequiosa solicitud que las gentes del campo tienen para el rico, mientras su mujer hacÃa frente sin arredrarse a las bromas de los que la cumplimentaban viéndola tan guapa y animosa.
3 comentarios
«Puestos a leer best-sellers, que sean de Blasco Ibáñez.»
Ahà llevas toda la razón.
Ooooye, que sin compromiso alguno por tu parte pero mucha ilusión por la mÃa, en mi rincón hay una cosa para ti. Besoootes.
¡Ahora mismo voy!