Varios. Los grandes maestros.

diciembre 8, 2022

Varios, Los grandes maestros
Dronte, 1982. 128 páginas.

La histórica revista Nueva Dimensión, de la que se han reseñado algunos números en esta página, sacó estas antologías breves con algunos cuentos centrados en un tema. Si no me equivoco llegaron a sacar 12 números de los cuales tengo cinco. El primero está dedicado a los grandes maestros e incluye los siguientes cuentos:

Primera ley por Isaac Asimov
El. PEATÓN por Ray Bradbury
Antes del Edén por Arthur C. Clarke
Colón era un estúpido por Robert A. Heinlein
Ciudadano del espacio por Robert Sheckley .
Deserción por Clifford D. Simak .
La aldea encantada por A. E. van Vogt
La rueda por John Wyndham

Sin duda todos los grandes maestros. Asimov saltándose sus leyes. como es habitual en sus relatos. El peatón una distopía en la línea de su autor. Antes del Edén, sobre una visita a Venus que consigue en el mismo relato tener una descripción completamente acertada sobre ese planeta y que los astronautas que lo visitan tengan un comportamiento completamente inverosímil que no destriparé. Un par de relatos humorísticos de Heinlein y Sheckley, del que prefiero este último con su pléyade de espías. Deserción nos habla de como se modifica a los humanos para colonizar Júpiter y en La aldea encantada un astronauta en un poblado extraterrestre tendrá similares problemas de adaptación. CIerra el volumen un relato distópico sobre un mundo en el que el progreso es anatema.

Todos muy solventes. Bueno.

Esa clase de cosas hacen que uno se sienta inferior. Empecé a sospechar que mi gobierno no se interesaba por mí.
Por ejemplo, tomemos a mi espía. Yo era un sospechoso 18-D (igual que el vicepresidente) y eso me hacía acreedor a una vigilancia parcial. Pero el espía que me habían asignado parecía creerse actor de cine, pues usaba una cazadora manchada y un sombrero gacho encasquetado hasta los ojos. Era delgado y nervioso, y al seguirme iba pisándome prácticamente los talones, por temor a perderme.
Bueno, hacía cuanto era posible. El espionaje suele ser una tarea de competencia y yo sentía un poco de lástima por él, dada su poca habilidad. Pero andar con él a la rastra era embarazoso. Mis amigos reían a carcajadas cuando yo aparecía con ese tipo respirándome sobre la nuca.
—Bill —me decían—, ¿no puedes desenvolverte mejor?
Y a las muchachas les daba escalofríos.
Naturalmente, me presenté a la Comisión Investigadora del Senado y les dije: «Oigan, ¿por qué no me ponen un espía bien entrenado, como los que siguen a tocios mis amigos?». Me respondieron que harían todo lo posible, pero mi importancia, por lo visto, no justificaba la molestia.
Todas esas cosas me ponían de mal humor. Cualquier psicólogo puede atestiguar que no hace falta gran cosa para acabar chiflado. Ya estaba harto de que me ignoraran, de que me hicieran a un lado.
Fue entonces cuando empecé a pensar en el Espacio Profundo. Había millones de kilómetros cuadrados de nada, salpicados con incontables estrellas. Había al menos un planeta similar a la Tierra por cada hombre, mujer o niño. En algún sitio debía existir un lugar para mí.
Compré una Lista Universal y un Piloto Galáctico usado. Leí entero el libro de las Mareas Gravitatorias y las Cartas del Piloto Interestelar. Por fin supe tanto como debía saber.
Invertí todos mis ahorros en un viejo coche estelar Chrysler. Esta antigüedad perdía oxígeno por todas las junturas; contaba con una pila atómica quisquillosa y un sistema de dirección que podía llevarme a cualquier parte. Era arriesgado, pero la única vida en peligro era la mía. Al menos, eso creía yo por ese entonces.
Por lo tanto, conseguí el pasaporte, el permiso azul, el permiso rojo, el certificado de números, las vacunas contra el mareo espacial y los papeles de contra-ratificación. Cobré en la fábrica mi último día de trabajo y agité la mano ante las cámaras en señal de despedida. En el departamento, empaqué mis ropas y dije adiós a los grabadores. Ya en la calle, estreché la mano de mi pobre espía y le deseé buena suerte.
Ya había quemado las naves a mis espaldas.
Sólo me quedaba la autorización final y me dirigí de prisa a la Oficina de Autorización Final. Un empleado de manos blancas y rostro bronceado a fuerza de lámpara me echó una mirada dubitativa.
—¿Adónde quiere ir? —me preguntó.
—Al espacio —respondí.
—Por supuesto, pero ¿a qué punto del espacio?
—Todavía no lo sé —dije—. Al espacio, es todo. Al Espacio Profundo. Al Espacio Libre.
El empleado dejó escapar un suspiro fatigado.
—Tendrá que ser más explícito, si quiere una autorización. ¿Piensa instalarse en un planeta del Espacio Americano? ¿O desea emigrar al Espacio Británico? ¿O al Alemán?
¿O al Francés?
—No sabía que el espacio tenía dueños —observé.
—En ese caso, usted no está al día —me replicó, con una sonrisa de superioridad—. Los Estados Unidos han reclamado todo el espacio comprendido entre las coordenadas 2XA y D2B, con excepción de un segmento pequeño y de importancia relativa, sobre el cual México afirma tener derechos. La Unión Soviética posee todo entre las coordenadas 3DB a L02, una región muy poco hospitalaria, se lo aseguro. Además están las concesiones belga, china, ceilanesa, nigeriana…
—¿Dónde está el Espacio Libre? —pregunté.
—No lo hay.
—¿Nada? ¿Hasta dónde se extienden los límites?
—Hasta el infinito —me dijo con orgullo.

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