Tom Perrotta. Ascensión.

diciembre 4, 2020

Tom Perrotta, Ascensión

El 2% de la población mundial se ha desvanecido. Misteriosamente. Nadie sabe qué ha pasado, ni por qué, ni si tiene algún significado. Los que se quedan intentan seguir con sus vidas en un mundo que, de repente, se ha tornado inseguro.

Vi con placer la serie basada en este libro, que como leí en alguna crítica fue lo que Perdidos no pudo ser. Y he leído el libro para ver si había más información y resulta que no, que hay menos. En la serie al protagonista le pasan muchas cosas y el libro es básicamente la historia de la descomposición de una familia dentro de un caos mundial.

Hay una secta que se dedica a impedir que la gente olvide y que siempre están fumando. A esa secta va la mujer del protagonista. El hijo se hace voluntario de un gurú que afirma sanar el dolor con abrazos. La hija está perdida en su propia juventud y empieza a andar con malas compañías. Una mujer que perdió a toda su familia empezará una relación con él. Todos sin rumbo en un mundo son certezas.

La serie me dio la impresión de ser un memento mori recuerda que vamos a morir, abraza a tus seres queridos que nos quedan dos telediarios y mañana un accidente te los arrebata. En el libro, por el contrario, pienso que el mensaje es que el mundo no tiene sentido, que lo que creemos inamovible son sólo convenciones sociales, y que más vale que lo signifiquemos nosotros.

Muy recomendables serie y libro.

Kevin desearía haber tenido una respuesta para esa pregunta. Pero la verdad era que no sabía por qué le importaba tanto, por qué no se daba por vencido con el tema del desfile, igual que lo había hecho con todo aquello por lo que había tratado de luchar durante el año anterior: la hora de llegada a casa, la cabeza afeitada, lo poco apropiado que era pasar tanto tiempo con Aimee, yendo a las fiestas nocturnas del instituto. Jill tenía diecisiete años; entendía que, de forma irrevocable, estuviera fuera de órbita y tratara de hacer lo que quisiera cuando quisiera, con independencia de lo que le pareciera a él.

De todos modos, no obstante, Kevin quería de verdad que ella participase en el desfile, para así demostrar que, de alguna manera, todavía reconocía los lazos de la familia y la comunidad, que todavía quería y respetaba a su padre y que haría lo que estuviera en su mano para hacerle feliz. Ella comprendía la situación con toda claridad —y él lo sabía— pero, por alguna razón, no conseguía hacer que cooperase. Le dolía, claro, pero cualquier resentimiento que sintiese hacia su hija iba siempre acompañado de una disculpa automática: en el fondo lamentaba todo aquello por lo que ella había pasado y lo poco que él había podido ayudarla.

Jill era un Testigo y no hacía falta un psicólogo para saber que se trataba de algo a lo que iba a tener que enfrentarse durante el resto de su vida. Ella y Jen estaban juntas el 14 de octubre, dos chicas risueñas sentadas codo con codo en el sofá, comiendo pretzels y viendo vídeos de YouTube en el ordenador portátil. Entonces, en lo mismo que se tarda en hacer clic en el ratón, una de ellas se ha ido y la otra está gritando. Y las personas continúan desapareciendo a su alrededor durante los meses y años siguientes, por si no hubiera sido lo bastante dramático. Su hermano mayor deja la universidad y no vuelve a casa. Su madre les abandona y hace un voto de silencio. Solo su padre se queda, un hombre desconcertado que intenta ayudar pero que nunca acierta a decir las palabras adecuadas. ¿Cómo va a hacerlo, si está tan desorientado y perdido como ella?

Kevin no se sorprendía de que Jill tuviera un comportamiento rebelde o de que estuviera enfadada o deprimida. Tenía perfecto derecho a todas esas cosas y a más. Lo único que le sorprendía era que siguiera allí, conviviendo con él, cuando podría haberse ido con la Gente Descalza o haberse subido a un autobús de la Greyhound para partir a lugares desconocidos. Una gran cantidad de chavales lo había hecho. Ella era diferente, claro, rapada y angustiada, como si buscase que cualquiera que no la conociese de nada pudiera saber con exactitud cómo se sentía. Pero, a veces, cuando sonreía, Kevin tenía la sensación de que su ser esencial seguía vivo en su interior, todavía intacto, de forma misteriosa, a pesar de todo. Era esta otra Jill —la que ella nunca había tenido la verdadera oportunidad de llegar a ser— a la que había esperado encontrarse por la mañana en la mesa del desayuno, y no a la real, a la que conocía demasiado bien, la chica que se encorvaba en la cama después de llegar demasiado borracha o colocada a casa como para quitarse el maquillaje de la noche anterior.

Pensó en llamar de nuevo cuando se acercaban a Lovell Terrace, la exclusiva calle sin salida a la que se había mudado con su familia cinco años atrás, en un tiempo que ahora parecía tan lejano e irreal como la era del jazz. Tenía muchas ganas de oír la voz de Jill; aunque su propio sentido del decoro le echaba para atrás. Le parecía que no era lo correcto que el alcalde se pusiera a hablar por teléfono móvil en medio de un desfile. Además, ¿qué le iba a decir?

«Oye, cariño, estoy pasando por nuestra calle, pero no te veo…».

Incluso antes de perder a su mujer, Kevin había desarrollado un rencoroso resp

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