Stephan Talty. Garbo, el espía.

abril 15, 2020

Stephan Talty, Garbo, el espía
Destino, 2013. 396 páginas.
Tit. or. Agent Garbo. Trad. Marc Jiménez y Francisco López.

Biografía de Joan Pujol, espía doble que difundió información falsa a los servicios de inteligencia alemanes y fue uno de los puntos claves para que la operación Fortitude que quería despistar acerca del punto de desembarco aliado. La verdad es que dados los méritos del protagonista uno se espera un James Bond hispano, pero pese a lo zalamero del libro me dio la impresión de ser un espía de andar por casa, con su pizca de aprovechado, que tuvo suerte de estar en el sitio justo en el momento exacto.

Aquí lo explican muy bien: Garbo, el espía que engañó a Hitler dos veces. Y no es por quitarle méritos al libro pero si se leen el artículo y se ven el documental se pueden evitar leer el libro. Otra reseña que también lo cuenta muy bien: Garbo el espía.

Se deja leer.

Lo único que lo aliviaba del aburrimiento eran los inesperados momentos de terror. Cierto día, estando solo en casa con el hijo del taxista, llegó la temida visita. «¡Policía!», gritó una voz. Pujol señaló en silencio la habitación del chico, y éste asintió con la cabeza. Mientras se escondía, oyó que el chico abría la puerta y les decía a los policías que su madre había salido a comprar y su padre estaba luchando contra los fascistas. Los invitó a entrar y les enseñó el piso mientras respondía a sus minuciosas preguntas. Al llegar a la habitación en la que Pujol estaba escondido debajo de la cama, abrió la puerta, encendió la luz y dijo que aquél era su cuarto. Los policías asintieron y pasaron de largo.
Después de meses de tan precaria existencia, el verano de 1937 el taxista llevó a su familia a un pueblecito de la provincia de Lleida. Pujol se quedó solo en el piso. Tenía que procurar no hacer ningún ruido, pues los vecinos creían que el piso estaba vacío: no podía oír la radio, hacer el menor ruido al fregar los platos ni cantar para pasar el rato. Tenía que andar arrastrando los pies. No podía abrir las ventanas: en verano se asaba de calor y en invierno le castañeteaban los dientes de frío. No podía encender ninguna lámpara, pues desde la calle podrían verla detrás de las cortinas corridas. Sus ojos, como los de un animal nocturno, se volvieron sensibles a la lámpara. Sólo las furtivas visitas de una chica de Socorro Blanco, que le llevaba paquetes de comida, rompían la monotonía e impedían que se muriera de hambre. La muchacha iba cada tres días, pero, con el paso de las semanas, el intervalo entre las visitas se iba alargando cada vez más.
Pujol era alegre por naturaleza y amaba la vida, pero poco a poco se sumió en una profunda depresión. «Adquirí el aspecto de un decrépito anciano de cuarenta años, aunque sólo tenía veinticinco. A medida que me iba debilitando, me desesperaba cada vez más, y comprendí que no podría soportar aquello mucho tiempo.»13 Pidió a la voluntaria que le proporcionara documentación falsa para poder salir a la calle y, aunque tardó más de lo habitual en volver, la chica le llevó un documento en
el que constaba un año de nacimiento que lo eximía del servicio militar. El engaño era creíble: Pujol había envejecido tanto que su aspecto no delataba su verdadera edad.
El prófugo salió a las calles de Barcelona y al principio no reconoció su ciudad natal. Las fachadas de los edificios estaban quemadas y la gente iba vestida con harapos. Afligido por las noticias de la radio, que cada día hablaban de nuevas matanzas, decidió que había llegado el momento de salir de España. «Los años de encierro y persecución moldearon mi personalidad y muchos de mis sueños se vieron frustrados y aniquilados. La amargura de tantas y tantas horas transcurridas entre desalientos y tristezas, de tantas privaciones, de tantos pensamientos y decepciones moldeó mi espíritu, que en aquellos momentos se hizo más rebelde, más insumiso, más contumaz.»14 Habiéndose propuesto huir por la frontera, aceptó el puesto de director de una granja avícola en Sant Joan de les Abadeses, en la provincia de Girona, no lejos de Francia. Asentía en silencio cuando sus vecinos repetían los últimos lemas republicanos. Era un pacifista de incógnito, no se identificaba con ninguno de los dos bandos e iba aprendiendo a ser una especie de agente doble en su propio país. En su tiempo libre, daba largos paseos por los montes de los alrededores, para recuperar fuerzas, y anotaba las distancias recorridas en una libreta. Al principio, andaba veinte kilómetros; luego, treinta, hasta que un día subió al Puigmal y vio la frontera francesa: al volver a casa había andado más de sesenta kilómetros. La salud iba volviendo poco a poco.

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