Santiago Lorenzo. Los millones.

octubre 13, 2023

Santiago Lorenzo, Los millones
Blackie books, 2010. 204 páginas.

Primera obra del autor y, posiblemente, la que más me ha gustado. Las desventuras de ese terrorista de pacotilla al que le ha tocado la lotería y no puede cobrarla mientras vive en la indigencia es de una originalidad incuestionable, y el mismo detonante del conflicto es lo que se convertirá en un deus ex machina anunciado en donde todo encaja.

El uso del lenguaje, el típico del autor que con su voz propia a medio camino entre lo antiguo y lo moderno ha ido cautivando cada vez a más lectores.

Muy bueno.

Contaba con una partida mensual para aseo de 200 pesetas: llegaba para una pastilla de jabón Nelly, seis rollos de papel de váter y un tubo de FluorDent. Llevaba el pelo a cepillo (él mismo se ocupaba de cortárselo con sus propias tijeras), con lo que el gasto en champú quedaba conjurado. Se afeitaba a brocha sin brocha, frotándose la cara con los trocitos de jabón de manos que, tras su uso, ya no servían por su tamaño para nada más. Si el pedacito de jabón hacía espuma, bien. Si no la hacía, era que la barba no estaba todavía tan crecida como para tener que rasurarla. Bien también. Era grotesco que Francisco se perfumara, si no trataba con nadie. Pero así lo hacía, por divertirse con la idea de exhalar una fragancia sin nariz a la que cosquillear. Una botella de litro y medio de Nenito, que remedaba bastante bien a la colonia de baño Nenuco, costaba 99 pesetas, y bien podía durar medio año.
Fregaba los cacharros con lavavajillas Flou, pero el jabón para la ropa se lo fabricaba él mismo, cociendo la manteca de los torreznos, mezclada con sosa, en una sartén. El gasto en estropajos, bayetas y fregonas estaba incluido en los cuarenta duros, si bien prorrateado a lo largo de los doce meses del año.
O alguien del grupo pagaba las facturas, o nunca se dio de alta ningún servicio. Jamás llegó recibo alguno. Ahorraba mucho dinero a quien fuera, porque el agua y la luz sólo fluían cuando fluían. La calefacción sí que era ecológica, porque no había. Sólo el infiernillo que destinaba a cocinar valía como radiador. Su potencia era pobre para tanto prapósitorJ*por lo que, en invierno, Francisco andaba por casa abrigado con tres o cuatro camisetas de las de San Fernando (Cádiz). Como eran
para él, se las había cogido del montón de las que ya llevaban cosida la etiqueta de Benetton, y así iba de marca por su domicilio.
No tenía a quien llamar, y eso era malo. Pero así se ahorraba el teléfono, y eso era bueno. Había uno colgado en una pared. Nunca tuvo línea, por lo que su desembolso en telecomunicaciones jamás causó estropicio. El hubiera preferido tener a alguien con quien hacer un poco de gasto, de vez en cuando.
Redondeando, «que tampoco hay que ser un tiquismiquis», Francisco gastaba 12.420 pesetas al mes. Comoquiera que el llamado Julio, en nombre de quien fuera, le remuneraba con 16.000 pesetas por el mismo período, el clandestino contaba con una suma para gastos laterales («eventualidades») de 3.580 pesetas mensuales. O, lo que es lo mismo, 119,33 pesetas al día. Francisco salía de casa cada mañana con esta cantidad en la cabeza, e iba reteniendo en la memoria los caprichos en los que se iba gastando el dinero.
Al volver, apuntaba lo derrochado y lo restaba a las 3.580 pesetas con las que contaba mensualmente para este capítulo de antojos. El día treinta, o treinta y uno, comprobaba cuánto había ahorrado. Hacía mucho tiempo que sabía que toda esta minuciosidad no tenía nada que ver con el control de sus recursos, sino, sobre todo, con la necesidad de balizar el mar de días en el que vivía, echando mano de magnitudes mensurables (número de pesetas, cantidad de horas, porcentaje de superávit, media, mediana y moda) que acotaran con su exactitud toda la maraña de naderías en la que pasaba su existencia.
El apartado de dinero en mano para eventualidades era su gloria, quizá la única región de su vida en la que hacía lo que le parecía conveniente, y que controlaba guardando y I o derrochando según considerase. Esa gamba o libra (moneda de cien) con su pico puntiagudo («como quien dice, ciento veinte pesetas») era su cuota diaria de placer.

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