Romain Gary. Las raices del cielo.

septiembre 9, 2020

Romain Gary, Las raices del cielo

La historia que vertebra el libro es muy sencilla: alguien que defiende a los elefantes africanos de la caza salvaje e indiscriminada. Tan sencilla que, a pesar de que se involucra el amor de una mujer y unos guerrilleros que lo utilizan para sus propios fines, parece mentira que se puedan llenar tantas páginas de un libro.

El truco está en la galería de personajes que presenta el autor, de los cuales no sólo tenemos su retrato, sino que a través de sus pensamientos conocemos su postura que en ningún caso es maniquea. Toda la paleta de actitudes frente al hecho de la caza expuestas de tal manera que acabas entendiendo a todo el mundo. Aquí no hay malos ni buenos. Tan sólo víctimas; los pobres elefantes.

Escrito en unos años en los que la palabra ecología prácticamente no existía, es un libro muy adelantado a su tiempo y terriblemente triste al ver que no sólo se han solucionado esos problemas sino que hemos ido cada vez a peor.

Como texto me quitó la espinita de una serie de libros malos que estaba leyendo, tiene fragmentos muy citables pero peca un poquito de dar vueltas sobre lo mismo. Lo que no le quita méritos a un libro muy recomendable.

Dirigió a la pequeña una mirada de desaprobación. Pero ese detalle hacía que le resultara imposible quedárselo. Con la vida que llevaba, una perra podría ser un gran estorbo. Seguramente tendría una carnada cada seis meses. Siempre era así después de las guerra, la naturaleza intentaba recuperar por un lado lo que había perdido por otro. No, decididamente no podía ocuparse del cachorro.

—Bueno, me la quedo —decidió de pronto—. En cuanto a ti, lárgate a tu casa y dile a tu madre que es una estúpida por dejarte en la calle sin abrigo con el tiempo que hace.

—No es culpa suya. Trabaja, no puede vigilarme.

—¡Lárgate!

La chiquilla abrazó al perro contra su pecho y se fue llorando. Morel se sintió profundamente deprimido. No tendría que haber cedido a la tentación. Sintió al cachorro temblar en su mano. Se lo metió en el bolsillo de la canadiense y dejó su mano sobre él: aquella bola fría y húmeda poco a poco entró en calor y dejó de temblar. Así era como había conseguido su primera compañía. Iban juntos: por los caminos, encontrándose con otros hombres y otros perros, bálticos, polacos, checos, rusos, alemanes y ucranianos, toda una humanidad perdida que erraba en busca de un techo, de un trozo de pan, de un rincón donde pudiera por fin sentirse en su casa. Morel miraba atentamente a unos y a otros y se preguntaba qué podría hacer por ellos. Llevaba el cachorro en el bolsillo y sentía en su mano su hocico afectuoso. Pero hubiera sido necesario un bolsillo mucho más grande, una mano mucho más grande y más fuerte que la suya. No le parecía que ocuparse de los refugiados o dedicarse a la política fuera suficiente para luchar contra la miseria y la opresión. No, eso no era suficiente, era preciso ir más lejos, explicarles de qué dependía el futuro de la especie, pero no sabía cómo hacerlo. A menudo, se quedaba sentado en el borde del camino, con la perra a su lado, sin saber por dónde empezar. Había que llevar a cabo una protesta clamorosa, algo que conmoviera a todos los hombres y que llegara hasta los últimos confines del mundo. Había que ir directamente a lo esencial, no dispersarse, llegar no sólo a la razón, sino también a la afectividad: la una sin la otra no servían de nada. Se quedaba sentado en un talud, acariciando al animal y reflexionando con una pajita en la boca. Una mañana, la perra se echó a correr por el campo y nunca más volvió. La buscó por todos los sitios, preguntó por ella a todo el mundo, pero no era una época en que la gente se interesara por los perros perdidos. Al final, alguien le aconsejó que fuera a ver a la perrera. Fue. El guardia le hizo pasar. Era un recinto de unos cincuenta metros por diez rodeado de una alambrada de acero. Dentro, había un centenar de perros, la mayoría bastardos, como los que él veía por los caminos, sin ninguna protección… Le miraban intensamente, con esperanza, salvo los más desanimados, que ni siquiera alzaban la cabeza… Pero había que ver a los otros, a los que aún esperaban ser recogidos…

—¿Qué hacen con ellos cuando nadie viene a reclamarlos?

—Les dejamos aquí ocho días y después les llevamos a la cámara de gas. Les quitamos la piel y con los huesos hacemos gelatina y jabón…

Morel guardó silencio durante un momento. Minna no veía su rostro, sólo sus hombros brillantes con las marcas del látigo.

—Creo que fue entonces cuando de pronto se me ocurrió. Al principio estuve a punto de matar al guardián, pero luego me dije, no, todavía no, así no. Miré bien a los perros, a esos perros con los que iban a hacer gelatina y jabón, y me dije: «Yo os enseñaré a respetar a la naturaleza, pandilla de canallas. Os diré lo que pienso de vosotros, de vuestras cámaras de gas, de vuestras bombas atómicas y de vuestra necesidad de jabón». Esa misma noche, reuní a tres tipos que vagaban por la carretera, dos bálticos y un judío polaco, y fuimos a hacer una pequeña incursión a la perrera: maltratamos un poco a los guardias, liberamos a los chuchos y prendimos fuego a la casucha. Así es como empecé. Estaba seguro de tener la sartén por el mango. Ya sólo tenía que continuar. No valía la pena defender esto o aquello por separado, los hombres o los perros, había que atacar el fondo del problema, es decir, la protección de la naturaleza. Se empieza diciendo que los elefantes son demasiado grandes, demasiado molestos, que tiran los postes de telégrafos, pisotean las cosechas y son un anacronismo, y al final se acaba diciendo lo mismo de la libertad. A la larga, la libertad y el hombre acaban por hacerse molestos… Así es como me puse a trabajar.

… Y Peer Qvist, que volviendo la mirada hacia la ventana abierta exclamó con un destello repentino en sus ojos claros:

—El Islam llama a eso «las raíces del cielo», y los indios de México, «el árbol de la vida». Y tanto a los unos como a los otros les lleva a postrarse de rodillas y a levantar los ojos golpeándose el pecho atormentado. Los obstinados como Morel tratan de escapar de esa necesidad de protección por medio de peticiones, de comités de lucha y de sindicatos de defensa; tratan de arreglárselas ellos solos, de responder ellos mismos a su necesidad de justicia, de libertad, de amor, a esas raíces del cielo tan profundamente hundidas en su pecho…

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