Gonzalo Calcedo. El prisionero de la avenida Lexington.

septiembre 10, 2020

Gonzalo Calcedo, El prisionero de la avenida Lexington

Incluye los siguientes relatos:

Audiencia con el rey Wiko Boo III
Suburbio
El gato negro
Gloria
El bailarín
Liberar París
El prisionero de la avenida Lexington
Salvajes de Borneo
El árbol
Viaje a la luna

De una calidad deslumbrante, algunos por su construcción que parecen clásicos desde las primeras líneas, otros por su profundidad emocional. Leyéndolo me venían ecos de otros cuentos leídos que no acababa de identificar pero que recordaba buenos y después buscando resulta que eran del mismo autor.

Yo muchas veces me quejo cuando leo algún cuento de que no va a ninguna parte, y muchas veces se entiende que yo les pido un inicio, nudo y desenlace. Pero no, sólo pido que la lectura me haya movido algo. Estos cuentos que no tienen desenlace te llevan a todas partes. Los tres últimos son mis preferidos y El árbol tiene tanta soledad dentro que no me la pude quitar de encima en dos semanas.

Un escritor excelente. Muy recomendable.

La mujer temerosa de los perros seguía en ella, junto a su invisible marido y los dos niños. En mis visitas la veía tender la ropa o recoger los juguetes del jardín con enfado. Hablaba sola. El vecindario le había dado la espalda. Los setos de las otras propiedades habían crecido levantando muros mucho más sólidos que la materia vegetal. Me bastaban un par de miradas para cerciorarme de que, egoístamente, no tenía de qué preocuparme: nada harían en aquel jardín, bastante tenía ella con preocuparse de que sus hijos comiesen o no les faltara ropa y calzado. Pero una vez detecté cierto movimiento de muebles, ese trasiego inconfundible de las mudanzas, y me acerqué receloso de que las circunstancias talasen mi árbol. La mujer salió a mi encuentro y, curiosamente, se acordó de mí. —¿Sigue pensando en alquilarla? —me espetó satisfecha por el interés de un simple mortal. —Ahora que se muda, puede que sí. —¿Quién se muda? Miré los muebles mal arrumbados a la entrada de la casa y ella, puesta en jarras, se rio. —Ah, lo dice por eso. Pues sepa que se equivoca. Acabamos de comprarlos. ¿Le gustan? Los muebles tenían la inconfundible disparidad de la beneficencia, pero no se lo dije. Peor aún, murmuré como si le hiciese un cumplido: —Parece que hay alguna interesante pieza de anticuario. —¿Se burla de mí? Yo no compro antiguallas. Ese tiempo ya pasó. Ahora nos va mejor. Y a pesar del enojo, como si lo sucedido tiempo atrás se repitiese ahora, me invitó a tomar café recién hecho para celebrar mi llegada. Esta vez acepté. Ya en la casa se disculpó por el desorden. —El mismo camión que trajo esos muebles debía haberse llevado los viejos, pero hubo un malentendido. Además los niños son un desastre. ¿Tiene hijos? No recuerdo si me lo dijo. —Uno. —Lo que sí recuerdo es que estaba casado. ¿Sigue con su mujer? Mi respuesta no le interesaba y aclaró: —Ya sabe de qué hablo cuando me refiero a tener niños, ¿verdad? Puré en los cojines y mocos en las servilletas. Más o menos es igual en todas las familias. —Sí… —No me decidía a tomar asiento en ninguna de las sillas de la cocina, todas igual de mugrientas. —Siéntese en el taburete —me indicó—. Está limpio. Sirvió el café, que estaba bastante cargado y la reconfortaba. Bostezó antes de decir: —No entiendo su interés por esta casa. —Es por la zona. —No me venga con milongas. —Usted sigue viviendo en ella. —Tengo motivos. —No tiene por qué contarme nada. —¿Para qué seguir engañándole? No me queda más remedio que vivir en esta pocilga. Mi marido me ha dejado, pero todavía paga el alquiler. No está dispuesto a más, claro. Su intimidad era brusca, extraña, como si volviese las páginas de un libro con rabia para releer lo leído. —Entiendo. —¿Qué es lo que entiende? ¿Que se ha ido con otra o que le importan un comino sus hijos? —Entiendo lo que está pasando. —¿Es amigo suyo? ¿Le conoce? Me espero cualquier cosa. Hasta que envíe a alguien para saber cómo estamos. —No, lo siento. —Ya, entonces le hace feliz venir por aquí para cerciorarse de mis desgracias. Disfruta con las miserias de los demás. —Sólo vengo a mirar la casa. —Y yo soy miss universo. ¿Quiere una galleta? Asentí. Eran de chocolate, las que tomaban los niños. —Le daré una servilleta. Yo estoy acostumbrada a tener los dedos pringados, pero creo que usted no. —Puedo ayudarle con los muebles. —¿Qué? —En realidad tengo la mañana libre. —Están bien donde están. —Podrían estropearse. Los barnices son muy delicados. —Pondré unas sábanas. —Insisto, podría… —No me diga. ¿Me está ofreciendo sus servicios? ¿Qué diría su mujer de esto? —No lo sabe. —A eso me refiero. ¿Le parece normal estar sentado en mi cocina sin que ella lo sepa? —No tengo por qué contarle todo lo que hago. Nos llevamos bien, pero… —¿Qué es lo que pretende, amigo? ¿Echar una cana al aire? Ni que fuese un adonis. Mencionar el árbol habría sido mi perdición, puesto que ella no toleraría que la rebajara de ese modo, así que simplemente añadí que me sentía solo. Fue una confesión que en cierta manera encajaba con la verdad; me sorprendió la fluidez con la que pude mentirle. Ella guardó silencio. La luz que entraba por la ventana me recordó algunos desayunos en aquella cocina, las reflexiones de entonces, el deseo soterrado de marcharnos cuanto antes. El deterioro actual de la vivienda embellecía esos recuerdos. La casa había sido humillada adrede y la mujer era responsable. No tenía por qué tenerle simpatía. —La vida no es siempre como queremos —reflexioné. —Deme la taza —me dijo levantándose. Me la quitó de las manos, la llevó al fregadero y se puso a aclararla—. No vuelva a reírse de mí. No me lo merezco. Ya he tenido bastante. —Puedo ayudarla. —Váyase a freír espárragos. Su voz no llegaba al lamento, pero me enternecía. Se desdijo de pronto. —Puede venir cuando quiera, pero no se burle de mí.

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