Ramón Pérez de Ayala. Tigre Juan. El curandero de su honra.

marzo 10, 2012

Ramón Pérez de Ayala, Tigre Juan, El curandero de su honra
Bibliotex, 2001. 254 páginas.

Me encantan estas ediciones que permiten descubrir a autores del pasado no tan conocidos como otros pero que tienen obras de calidad. Nada sabía de Ramón Pérez de Ayala, pero me ha gustado su libro.

Tigre Juan es un comerciante que tiene un puesto en la plaza y se gana honradamente la vida. Algo misógino por culpa de un pasado en el que una mujer debió tener parte, aconseja a su sobrino que olvide los amores que está teniendo con una joven del pueblo. Lo que no iba a imaginar es que las cosas tomarán un giro inesperado, y el cazador será cazado.

Aunque por el título parezcan dos novelas son una sola en dos partes que no pueden leerse con independencia. El tema está claro, los celos, el amor posesivo masculino, la infidelidad… En la época sería moderno, aunque visto con la distancia no deja de ser patente con quien se casa el protagonista. En los extractos puede verse la apertura de miras, incluyendo una reflexión sobre la identidad que no ha perdido vigencia. En las páginas finales se inicia una narración a dos columnas bastante original.

Entretenida como toda novela del XIX -aunque sea de comienzos del XX- y bien escrita ha sido un placer leerla. Y comprobar que en algunos aspectos todavía debemos avanzar más.

Calificación: Bueno.

Un día, un libro (192/365)

Extracto:
—No es que don Juan se canse en cinco minutos de cada mujer y al punto la abandone. Sale escapado, eso sí, por dos razones; cuándo una, cuándo otra. Primera: que ha fracasado en no pocos casos, y antes de que se le descubra, o anticipándose a que la mujer le desprecie, se larga primero, para curarse en salud; así la mujer queda corrida de sí misma, figurándose no haber sido del agrado de don Juan, y por no dejar traslucir la íntima vergüenza le guardará el secreto, o acaso contribuya a que cunda tan infundada leyenda, refiriendo de él extraordinarias facultades y proezas amorosas. La segunda razón, y la más corriente, consiste en la desgana o indiferencia efectiva de la carne, junto con la apetencia ilusoria de la fantasía; por donde, a fin de estimular el deseo, necesita el incentivo de lo vario, lo nuevo y lo poco. Ocurre con éste como con todos los apetitos materiales; por ejemplo, el del estómago. Una persona de buen diente se conforma con un solo plato en abundancia, del cual repite tantas veces como el cuerpo se lo pide; así como el verdadero hombre es el que ama seguido, y sin cansarse de ella, a una sola mujer.
—Ese ditamen —interrumpió Tigre Juan— lo suscribo.
—Pero, el que exige diversidad de golosinas, y va picando de una en otra, que todas, con algo más que catarlas, le repugnan, y lo poco que come es forzándose, a costa de fastidio y trasudores, ese tal no cabe duda que anda mal de apetito; así como el hombre no muy hombre va de mujer en mujer, con la esperanza, siempre fallida, de que la siguiente será más de su gusto y le mantendrá encendido el deseo. Se me dirá que don Juan es un peregrino de la belleza; que allí donde descubre una apariencia o vestigio de hermosura se precipita a apoderarse de ellos; y siendo belleza relativa o defectuosa, como todas las de este bajo mundo, se desanima y decepciona. ¡Sofismas y arbitrariedades tudescos!

Herminia permanecía serena, impasible, lo cual juzgaban las dos viudas y el sacerdote como síntoma demostrativo y conclu-yente de que también ella se complacía en el orden natural de las cosas. Pero la tranquilidad de Herminia era como la del jugador que tiene en su mano el último triunfo. Dejaba a los demás proseguir ilusos en aquel juego que no conducía a parte alguna, contemplándolos de arriba abajo, con desdeñosa indiferencia. Aceptaba que su matrimonio con Tigre Juan pertenecía al orden natural de las cosas; pero ella, como hija de Eva, por imperativo de su feminidad, se rebelaba contra el orden establecido y se proponía destruirlo. La postrera baza que tenía en la mano era el pecado. Como mujer, sabía, más por intuición inefable que a modo de conocimiento expreso, que si el orden de las cosas se suele disponer según leyes dictadas por el hombre, a las cuales la mujer está sujeta, en desquite en ella reside la suprema libertad de arbitrio, medíante el consentimiento en el pecado, puesto que, desde el edén, el pecado femenino trastornó el humano destino, y a cada instante desvía de su curso la vida de los hombres. Vespasiano estaba para llegar, en su acostumbrado viaje de primavera. Vendría seguramente antes del día de la boda. Vespasiano era la tentación al pecado; grito lírico del alma y portillo de la liberación. Todos creían a Herminia tan bien hallada, en el centro de gravitación de aquel orden de cosas. Pero ella sentía una fuerza impulsiva e irresistible de excentricidad. Tan bien hallada como los demás querían que estuviese, lo que ella quería desatinadamente era perderse.

—¡Ah, ya! La ley de los hombres. Pero hay, hija mía, otra ley, que es más santa: la ley de Dios. Y esa ley está en el corazón. Consulta tu corazón siempre, Carmina. —Y doña Iluminada atrajo hacia sí a Carmina, le besó la frente y bisbisó a su oído—: Sé feliz, alma mía. Tu felicidad será la mía. Un segundo de felicidad compensa toda una vida de dolor.
Aquella noche, al rayar el alba, Colas y Carmina salían mundo adelante. Por todo equipaje, Colas llevaba un acordeón al hombro. Aunque ellos no lo sospechaban, doña Iluminada, desde una alta ventana, con flores que Carmina había plantado, les vio, componiendo una sola sombra ingrávida, color violeta, enlazados por la cintura, los labios unidos, perderse en el misterio de la vida. Y en aquel amanecer, la viuda virgen y enlutada tuvo un espasmo de ventura, como Julieta en brazos de Romeo.

—Lo afirma la ciencia, y es de sentido común. Suponga usté que tiene una mesa. Se le rompe una pata y usté la sustituye con otra igual y de la misma madera. Se le rompen después, una a una, a intervalos, las otras tres patas, que usté reemplaza idénticamente. Por último se le rompe el tablero, y usté pone otro, exacto al anterior. Todo esto ha sucedido a lo largo de cinco años. La mesa en todo momento, sigue siendo la misma mesa. Sin embargo, a los cinco años no conserva materialmente ni un átomo de su madera primitiva. Pues otro tanto sucede con nuestro cuerpo. Los elementos constitutivos de nuestro organismo se están renovando sin cesar. De tiempo en tiempo, un lapso de algunos años, no hay en nuestros tejidos una sola célula antigua. Hemos cambiado de cuerpo.

—Ahí estoy en la acera de enfrente. Colas da un ejemplo, digno de imitación, a los mal casados. El caso de Colas es, en otro orden, semejante al caso del señor Marengo. El señor Ma-rengo no pone los pies en la iglesia. Dicen de él que es un hereje, un impío, un ateo, un masón, y por ahí adelante; lo peor de lo peor, en materia de ideas. Pero lo cierto es que el señor Marengo se conduce como un santo de los altares. Marido fidelísimo, padre amantísimo; no habla mal de nadie, ni siquiera de sus numerosos e injustos maldicientes; mucho menos hace mal a nadie, antes por el contrario son públicas sus caridades y su amor a los humildes; para coronación de todo esto, es un sabio catedrático, a quien rinden pleitesía los otros sabios, en los papeles de fuera de la ciudad y de lejanos países. Y aun corre la voz que el señor Marengo da mal ejemplo, siendo así que con su vida irreprochable parece edificar silenciosamente a los fariseos e hipócritas, como si les amonestase: aprended de mí, vosotros que os envanecéis de profesar los sanos principios y la religión verdadera. Obras son amores… Pues así como el señor Marengo viene a ser la acusación muda de los devotos simulados, Coiás y Carmina, con su amor sin tilde y sumisión gustosa, son al modo de la conciencia reprobadora de los malcasados. Dejemos, provisionalmente, las cosas como están.

2 comentarios

  • Frida marzo 12, 2012en1:51 pm

    Pérez de Ayala tiene novelas muy buenas. ¿Has leído «Tinieblas en las cumbres». Te gustaría.

  • Palimp marzo 14, 2012en7:33 pm

    No, pero me lo apunto desde ya.

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