Patrick Modiano. El horizonte.

abril 24, 2020

Patrick Modiano, El horizonte
Anagrama, 2010. 160 páginas.
Tit. Or. L’horizon. Trad. María Teresa Gallego.

Jean Bosmans intenta reconstruir una breve relación que tuvo con Margaret Le Coz hace bastantes años mediante retazos de un pasado que le vienen a la memoria de forma poco concreta, fragmentos de episodios y alguna nota que permanece a su alcance. Margaret vive en los barrios más alejados escondiéndose de una amenaza difusa pero enérgica. En su revivir Bosmans va concretando aquellos días casi olvidados en una búsqueda de sí mismo y de las incógnitas de aquella relación que quedó incomprensiblemente cortada y que ha permanecido olvidada en un rincón hasta este momento.

De El horizonte

Modiano siempre Modiano con algunos tics que delatan cambios, ligeras variaciones que mantienen la estructura, el juego con el lector, la época y, por supuesto, el París de todos sus libros ambientados en la “Ciudad de la Luz”, al que tiñe de una pátina de gris y sombras perpetuas. La memoria, frágil, huidiza, existencial y literaria sigue presente. Los antihéroes, las heroínas necesitadas de ayuda y los paseos, a pie o en metro, siguen siendo los componentes esenciales de El horizonte.

De El horizonte

Modiano construye un ambiente típicamente suyo, melancólico, en el que es un placer perderse.

Recomendable.

Sólo llevaba viviendo en París desde el año anterior. Antes, había residido en provincias y en Suiza.
Bosmans recordaba los trayectos de metro interminables con Margaret Le Coz a horas punta. Y, desde que tomaba notas en la libreta negra, había tenido dos o tres sueños en que la veía entre el gentío, a la salida de la oficina. Y también un sueño en que volvía a aplastarlos contra la pared la presión de los que los empujaban por detrás en las escaleras. Se despertó sobresaltado. Se le vino a la cabeza un pensamiento y lo apuntó en la libreta a la mañana siguiente: «En aquella época, sensación de estar con Margaret, perdidos entre el gentío.» Había encontrado dos cuadernos verdes de la marca Claire-fontaine, cuyas páginas llenaba una letra menuda y prieta que acabó por reconocer: la suya. Un libro que estaba intentando escribir el año en que conoció a Margaret Le Coz, algo así como una novela. Según hojeaba los cuadernos, le fue llamando la atención aquella letra mucho más prieta que la suya habitual. Y, sobre todo, se fijaba en que usaba los márgenes y escribía sin poner nunca punto y aparte ni saltar a otra página y que no había en aquel manuscrito espacio alguno en blanco. Debía de ser seguramente su forma personal de expresar una sensación de asfixia.
Escribía a veces por las tardes en la habitación de Margaret Le Coz, en donde iba a refugiarse cuando ella no estaba. La ventana abuhardillada daba a un jardín descuidado en cuyo centro crecía un haya roja. Aquel invierno, una capa de nieve cubrió el jardín, pero, mucho antes de la fecha que indicaba el calendario como inicio de la primavera, las frondas del árbol llegaban casi al cristal de la ventana. ¿Por qué entonces, en aquella habitación apacible, apartado del mundo, era tan prieta la letra en las páginas de los cuadernos? ¿Por qué era tan negro y tan asfixiante lo que escribía? He aquí unas preguntas que nunca se hizo por entonces.
Uno se sentía alejado de todo en aquel barrio los sábados y los domingos. Ya desde la primera tarde en que fue a buscarla a la salida de la oficina y se encontraron con Mérovée y con los demás, le dijo Margaret Le Coz que prefería quedarse en el barrio los días libres. ¿Sus compañeros sabían sus señas? Claro que no. Cuando quisieron enterarse de dónde vivía, les habló de una residencia de estudiantes. Fuera de las horas de trabajo, no tenía trato con ellos. No tenía trato con nadie. Un sábado por la noche en que estaban los dos en Auteuil, en el bar de Jacques el Argelino, en una mesa del fondo, delante de la vidriera luminosa, Bosmans le dijo:
—Si lo he entendido bien, te andas escondiendo y vives aquí con un nombre falso…

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