Mónica Ojeda. Nefando.

febrero 25, 2021

Mónica Ojeda, Nefando
Candaya 2016, 2017, 2019. 208 páginas.

La narración alterna entre una posible investigación sobre el videojuego Nefando que incorporaba elementos perturbadores y la narración en primera persona de algunos de los implicados, que compartieron piso en Barcelona y entre los que se encuentran un programador y ladrón en su tiempo libre, tres hermanos víctimas de abusos, una escritora de pornografía infantil y un joven torturado con su sexualidad.

Un libro que no te puede dejar indiferente -yo de hecho un par de párrafos me los salté por su crudeza- bien estructurado y mejor escrito. Si no hace mucho comentaba por aquí un libro de un pedófilo confeso que no tenía chicha ni limoná en este libro hay demasiada chicha.

Un libro que trata sobre el dolor tiene que doler un poco. Nefando lo hace y te deja, a la vez, mal cuerpo y buen sabor de boca. Otras reseñas: Nefando y Nefando.

Muy recomendable.

Te despertaste con el olor a amoníaco del sudor casi seco sobre tu piel. Lo primero que hiciste fue mirarte: una capa brillante y sebosa te recubría y te pegaba a las sábanas de la cama; una segunda piel, un regalo blanco y terso. Despegaste tu cuerpo de la tela y te pusiste de pie sólo para ver la réplica del Sudario de Turín que habías dejado sobre el colchón. Deseaste que la silueta fuera menos grotesca, que tu sudor tuviera un olor más tenue, que tu pene no estuviera erguido en dirección hacia la puerta. Eran las nueve y el sol quemaba en cada esquina, pero no era el calor lo que te había hecho sudar. Habías soñado, otra vez, que estabas en Coatzacoalcos, en el puerto, frente al río, desnudo, y que a tu alrededor no había nada ni nadie, sólo una brisa que te secaba los pulmones y te humedecía las manos. El sol era un ojo que pestañeaba y que te dejaba en la oscuridad, como un niño jugando con un interruptor, durante brevísimos periodos. Tratabas de hacer que el pestañear del sol coincidiera con los tuyos para no ver cómo el paisaje se apagaba y se encendía. Esperabas, aunque no sabías a qué o a quién, mirando al horizonte. Tu pene erguido se movía como una serpiente entre tus piernas, pero eso no te extrañaba: eras Quetzalcóalt, la serpiente emplumada, dios y vida de todos los hombres. Te mantuviste firme mientras una canoa se acercaba al puerto llevando consigo un espectro ennegrecido. Sólo pudiste entrever su forma cuando alcanzó la tierra y empezó a caminar hacia ti. Te reconociste en él, el abominable tú, y miraste al espejo sin imagen que llevaba entre las manos, un espejo que emanaba nubes. Dejaste que tu dualidad, tu némesis, Tezcatlipoca, se te acercara. Permitiste que las manos negras que salieron del espejo tomaran tu serpiente y la sacudieran. Soltaste un gemido cuando la boca del abominable tú envolvió tu miembro con lengua y saliva. El cielo es un cíclope y el sol era su ojo, pensaste cuando Tezcatlipoca te arrancó el pene de un solo mordisco y lo escupió al río. Mientras la sangre invadía el agua de rojo y la purificaba, tú sonreías: ahora eras sólo plumas, ahora podías volar. Y entonces el sueño se acababa, siempre.
Te metiste a la ducha y restregaste tu cuerpo con fuerza, como si lo golpearas, que era, quizás, lo que en el fondo hacías. Deseaste que el agua desprendiera tus músculos y quebrara tus huesos, pero tú seguías allí, David, Quetzalcóalt, espejo negro humeante, incólume a la rigidez de la naturaleza. Cuando al fin dejaste la habitación te encontraste sólo con puertas cerradas. Un espacio minúsculo, desierto, una zona común con revistas, diarios, una lima de uñas, un DVD de Pink Flamingos, un par de zapatillas a rayas, una camisa negra de Joy Division, el retrato de Laura Palmer, dos novelas de Diamela Eltit, una de Jorge Enrique Adoum, tres paquetes de galletas Oreo, un cigarrillo ahogado en cenizas, un envoltorio de caramelo, una vela cuadrada de color rosa, un rastro de migajas alrededor de la mesita, tres manchas de vino sobre el sofá gris, cuatro copas vacías con marcas de dedos y labios, una servilleta arrugada, y tú le diste la espalda al caos. No ibas, por nada del mundo, a limpiar el desastre de otros. Saliste sin desayunar y tomaste el bus que te dejaría al pie de la universidad. Tu pene intentó erguirse dos veces durante el camino, primero apuntando hacia un hombre con un tatuaje que le cubría el rostro, después hacia uno con barba y abundante pelo en los brazos, pero te concentraste en las líneas del libro de Onetti y en lo que le harías a tu miembro rebelde cuando llegara la noche y tu excitación languideció. A veces, sobre todo cuando viajabas en bus, tenías la impresión de tener senos fantasmas rebotándote sobre las costillas y la sensación te causaba un hormigueo de placer que te recorría el pecho. Tu cuerpo estaba lleno de prótesis imaginarias. Te faltaban órganos y nadie lo sabía.
Entraste al aula diez minutos después de que la clase empezara y te sentaste, como siempre, en la última fila. El profesor hablaba de Montaigne, el ensayo literario, Rafael Sánchez Ferlosio, Octavio Paz, la hibridación de géneros, el cine, Manuel Puig, pero tú mirabas las espaldas de tus compañeros y te dabas cuenta de que sólo podrías reconocerlos así, de espaldas, porque sus rostros eran volutas de humo, indefinibles, y sus nucas y hombros, en cambio, tenían nombres y apellidos. Recordaste la primera vez que te sentiste atraído hacia alguien: tenías 12 años y él estudiaba contigo. Nunca lo habías visto realmente. Sus ojos, su nariz, su cabello, eran como los ojos, las narices, los cabellos de todos los demás. Pero un día se sentó en la silla que estaba delante de ti y entonces lo único que hubo fue su espalda, una que nunca antes te habías tomado la molestia de mirar. La profesora les entregó los exámenes y todos, menos tú, bajaron la cabeza hacia la hoja pálida, concentrados, mudos, ausentes, pero tus ojos estaban anclados en la espalda que tenías a unos centímetros de la punta de tu nariz, una espalda un poco más ancha que la tuya, de hombros largos y delicados, un lomo que te hizo desear estirar la mano y tocar, clavar los dedos, morder, y tu cuerpo se estremeció y tu boca se llenó de una saliva espesa con sabor a caucho. No sabías por qué temblabas. No sabías que el temblor era el deseo. Desde entonces ese amor tuyo fue una espalda y nada más. Aun ahora serías incapaz de recordar el rostro de aquel chico, ni la textura de su pelo, ni el color de sus ojos. La película de Rohmer, La rodilla de Clara, te recordaba tu deseo localizado, tu anhelo por una parte del cuerpo de tu primer amor. No te volviste a enamorar de la espalda de nadie. Las veinticinco personas que ahora te mostraban sus nucas no te movían ni un pelo. Cinco filas adelante estaba Omar Barciona, un treintañero que siempre usaba camisas ajustadas para mostrar su musculatura

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