Todo bien: la edición, impecable; la traducción, magnÃfica; el contenido, un clásico.
Si hoy en dÃa llamamos ensayos a los ensayos es por este libro. Y tienen ese nombre porque no son un tratado, sino una simple prueba, reflexiones de un esritor que no tiene ninguna intención de sentar cátedra. Parten de la humildad y llegan a la cumbre.
Montaigne no es un pensador, no crea un sistema como Descartes o intenta acotar el pensamiento como Kant. Pero es muy inteligente, divertido, erudito y cercano. Pensaba que me aburrirÃa con tantas páginas de hace tanto tiempo, pero no. SIempre hay anécdotas divertidas, reflexiones interesantes, comentarios acertados.
Lo he sentido muy cercano. Casi como un amigo con el que conversar. Un amigo con cosas que decir, lo que en estos tiempos de tanta tonterÃa y pensamientos imbéciles disfrazados de profundidad es refrescante. ¡Tenemos que ir a leer cosas nuevas en textos de hace 500 años! Los clásicos no son clásicos porque una junta de sabios asà lo ha decidido, sino porque lectores de cualquier época sacan provecho de lo que contiene.
La edición no puede ser mejor: abundantes notas a pie de página, un prefijo (a,b,c) para indicar si el texto estaba en la primera versión, en la segunda o en la tercera (que es la que se sigue), todas las citas traducidas y rastreadas y una traducción viva, algo que se nota cuando lo comparas con las que corren por internet. Aunque son muchas páginas el libro es bastante manejable.
Dejo selección que, por desgracia, no son de esta edición, sino de otras fuentes. Escanear el libro era bastante difÃcil.
Imprescindible.
Empédocles observaba esta deformidad en los agrigentinos: que se entrgaban a las delicias como si tuvieran que morir al dÃa siguiente, y construÃan edificios como si no fueran a morir nunca.
La insensatez del hombre no reconoce lÃmites, puesto que siendo incapaz de forjar el animal más microscópico fabrica dioses a docenas.
El personaje docto no es docto siempre. Pero el capaz es siempre capaz, incluso en la ignorancia.
Preguntado Sócrates sobre si era más conveniente tomar esposa o no tomarla, respondió: Hagas una cosa u otra te arrepentirás.
Homo homini, o deus o lupus; el hombre es un Dios o un lobo para el hombre (Erasmo)
Otanes […] no podÃa soportar ni estar al mando ni ser mandado.
La obstinación y el ardor de la opinión son la más segura prueba de estupidez. ¿Existe algo tan convencido, resuelto, desdeñoso, contemplativo, serio, grave como el asno?
La verdad tiene sus obstáculos, desventajas e incompatibilidades con nosotros. A menudo es preciso engañarnos para que no nos engañemos.
Un conde de alcurnia distinguida, de quien yo era amigo Ãntimo, casó con una hermosa dama que antes habÃa sido muy solicitada y requerida por uno de los que asistÃan a la bodas. El desposado hizo entrar en cuidado a sus amigos, principalmente a una dama de edad, parienta suya, en cuya casa tenÃa lugar la ceremonia, y que la presidÃa, mujer humorosa de estas brujerÃas, quien asà me lo confesó. Por casualidad guardaba yo en mi cofre una piececita de oro delgada, que tenÃa grabadas algunas figuras celestes, y que era remedio eficaz contra las insolaciones y el dolor de cabeza, colocándola, en la sutura del cráneo; para que la medallita pudiera llevarse estaba sujeta a un cordón suficientemente largo que podÃa rodear la cara, y anudarlo junto a la garganta; ensueño es este idéntico al de que voy hablando. Santiago Pelletier, viviendo en mi casa, me habÃa hecho tan singular presente. Ocurriome sacar de él algún partido, y dije al conde que también él podÃa correr peligro de impotencia a causa del encantamiento de algún rival, añadiendo que se acostara en seguida, que yo me encargaba de prestarle un servicio de amigo, y que ponÃa a su disposición un milagro, cuyo poder de realizarlo residÃa en mis manos, siempre y cuando que por su honor me jurase guardar, el más profundo secreto, y que le recomendaba únicamente que durante la noche, cuando fuéramos a llevarlos la colación al lecho, si las cosas no habÃan ido a medida de sus deseos, me hiciera una señal, convenida previamente. HabÃa tenido el alma tan intranquila y los oÃdos le chillaron tanto por mis palabras, que sufrió los efectos de su imaginación y me hizo la señal a la hora prescrita. Yo le dije entonces, sin que nadie nos oyera, que se levantara con el pretexto de echarnos de la alcoba, y que, como jugando, se apoderase de mi bata (éramos de estatura casi idéntica) y se cubriera con ella mientras practicaba la recomendación que le hiciera, lo cual ejecutó; añadà que cuando nos marcháramos saliera a orinar, recitara tres veces ciertas oraciones y ejecutara ciertos movimientos; que cada una de esas tres voces se ciñera el cordón que yo lo daba en la cintura y se aplicara la medalla que con él iba sujeta a los riñones, teniendo el cuerpo en determinada posición; y por último, que, después de haber practicado escrupulosamente todas mis instrucciones sujetara bien el cordón, a fin de que no pudiera desatarse ni moverse del lugar en que lo tenÃa, y que se dirigiese con tranquilidad completa a su labor, sin olvidarse de tender mi traje sobre la cama, de modo que los cubriera a los dos. Todas estas patrañas constituyen lo principal del efecto; nuestra mente no puede rechazar el que medios tan extraños no procedan de alguna ciencia abstrusa; su insignificancia misma los reviste de autoridad, y hace que se respeten. En conclusión; es lo cierto que los signos de la medalla se mostraron más venéreos que solares, más activos que prohibitivos. Fue un capricho repentino Y malicioso lo que me invitó a tal acción, alejado por lo demás de mi naturaleza. Soy enemigo de las acciones sutiles y fingidas; odio las finezas, no sólo las recreativas, sino también las provechosas. Si el acto en sà mismo no es vicioso, en cambio el procedimiento sà lo es.
Sea de ello lo que quiera, el expediente de que mi padre echó mano para librarme de tal gasto de tiempo, fue que antes de salir de los brazos de la nodriza, antes de romper a hablar, me encomendó a un alemán, que más tarde murió, en Francia siendo famoso médico, el cual ignoraba en absoluto nuestra lengua y hablaba el latÃn a maravilla. Este preceptor a quien mi padre habÃa hecho venir expresamente y que estaba muy ten retribuido, tenÃame de continuo consigo. HabÃa también al mismo tiempo otras dos personas de menor saber para seguirme y aliviar la tarea del primero, las cuales no me hablaban sino en latÃn. En cuanto al resto de la casa, era precepto inquebrantable que ni mi padre, ni mi madre, ni criado, ni criada, hablasen delante de mà otra cosa que las pocas palabras latinas que se les habÃan pegado hablando conmigo. Fue portentoso el fruto que todos sacaron con semejante disciplina; mis padres aprendieron lo suficiente para entenderlo y disponÃan de todo el suficiente para servirse de él en caso necesario; lo mismo acontecÃa a los criados que se separaban menos de mi. En suma, nos latinizamos tanto que la lengua del Lacio se extendió hasta los pueblos cercanos, donde aun hoy se sirven de palabras latinas para nombrar algunos utensilios de trabajo. Contaba yo más de seis años y asà habÃa oÃdo hablar en francés o en el dialecto del Perigord como en el habla de los árabes. Asà que sin arte alguno, sin libros, sin gramática ni preceptos, sin disciplinas, sin palmetazos y sin lágrimas, aprendà el latÃn con tanta pureza como mi maestro lo sabÃa; pues yo no podÃa haberlo mezclado ni alterado. Cuando me daban un tema, según es usanza en los colegios, el profesor lo escribÃa en mal latÃn y yo lo presentaba correcto; a los demás se lo daban en francés. Los preceptores domésticos de mi infancia, que fueron Nicolás Grouchy, autor de Comittis Romanorum; Guillermo Guerente, comentador de Aristóteles; Jorge Bucanam, gran poeta escocés y Marco Antonio Muret, a quien Italia y Francia reconocen como el primer orador de su tiempo, me contaban que temÃan hablar conmigo en latÃn por lo bien que yo lo poseÃa, teniéndolo presto y a la mano en todo momento. Buchanam, a quien vi más tarde al servicio del difunto mariscal de Brissac, me dijo que estaba escribiendo un tratado sobre la educación de los niños, y que tomarÃa ejemplo de la mÃa, pues en aquella época estaba a su cargo el conde de Brissac, a quien luego hemos visto tan bravo y valeroso.
Yo me casé a los treinta y tres años, y apruebo la opinión de los partidarios de los treinta y cinco, según pensaba Aristóteles. Platón recomienda que no se contraiga matrimonio antes de los treinta, pero procede cuerdamente al burlarse de los que se casan cumplidos ya los cincuenta y cinco, y condena de antemano la descendencia de los mismos al raquitismo y a la muerte. Thales señaló sus verdaderos lÃmites, pues cuando joven respondió a su madre, que le metÃa prisa para que se casase: «TodavÃa no es tiempo», y llegado a los linderos de la vejez contestó que ya no era tiempo.
Otro hecho me refirió una dama a quien honro y tengo en grande estima: cerca de Burdeos, hacia Castres, donde se encuentra la casa de mi amiga, una aldeana, viuda y de costumbres honestas, advirtió los primeros sÃntomas del embarazo y dijo a sus vecinas que a tener marido creerÃa encontrarse preñada; como aumentaran de dÃa en dÃa las pruebas de tal sospecha y por último la cosa fuese de toda evidencia, la mujer hizo que se anunciara en la plática que se pronunciaba en su iglesia, que a quien fuera el padre de la criatura y lo confesara, le perdonarÃa y consentirÃa en casarse con él si lo encontraba de su agrado y el hombre querÃa. Entonces uno de sus criados, muchacho joven, animado con el anuncio, declaró haberla encontrado un dÃa de fiesta profundamente ebria durmiendo junto al hogar y con las ropas tan arremangadas, que habÃa podido usar de ella sin despertarla. Este matrimonio vive hoy todavÃa.
Tres hombres de aquellos paÃses, desconociendo lo costoso que serÃa un dÃa a su tranquilidad y dicha el conocimiento de la corrupción del nuestro, y que su comercio con nosotros engendrarÃa su ruina, como supongo que habrá ya acontecido, por la locura de haberse dejado engañar por el deseo de novedades, y por haber abandonado la dulzura de su cielo para ver el nuestro, vinieron a Ruán cuando el rey Carlos IX residÃa en esta ciudad. El soberano los habló largo tiempo; mostrárenseles nuestras maneras, nuestros lujos, y cuantas cosas encierra una gran ciudad. Luego alguien quiso saber la opinión que formaran, y deseando conocer lo que les habÃa parecido más admirable, respondieron que tres cosas (de ellas olvidé una y estoy bien pesaroso, pero dos las recuerdo bien): dijeron que encontraban muy raro que tantos hombres barbudos, de elevada estatura, fuertes y bien armados como rodeaban al rey (acaso se referÃan a los suizos de su guarda) se sometieran a la obediencia de un muchachillo, no eligieran mejor uno de entre ellos para que los mandara. En segundo lugar (según ellos la mitad de los hombres vale por lo menos la otra mitad), observaron que habÃa entre nosotros muchas personas llenas y ahÃtas de toda suerte de comodidades y riquezas; que los otros mendigaban de hambre y miseria, y que les parecÃa también singular que los segundos pudieran soportar injusticia semejante y que no estrangularan a los primeros, o no pusieran fuego a sus casas.
La causa de que dudemos de pocas cosas es que jamás se sometan a prueba las impresiones comunes; jamás se pone la mano allà donde residen la debilidad y el error; andamos siempre por las ramas; no se pregunta si un principio es cierto, sino si se ha dicho de este o del otro modo; no se pregunta si Galeno dijo algo que valiera la pena, sino si dijo asà o de otro modo. No es por consiguiente peregrino que tal sujeción en la libertad de nuestros juicios, y tiranÃa semejante de nuestras creencias haya llegado a las escuelas y a las artes. El dios de la ciencia escolástica es Aristóteles; discutir sus principios es cosa sagrada, como lo era el controvertir sobre los de Licurgo en Esparta; la doctrina de aquél, que nos sirve de ley y nos gobierna, acaso sea tan falsa y tan desprovista de fundamento como cualquiera otra. Yo no sé por qué razón no habÃan de aceptarse lo mismo las ideas de Platón, o el sistema de los átomos de Epicuro, o el lleno y el vacÃo de Leucipo y Demócrito, o el agua de Thales, o la infinitud de naturaleza de Anaximánder, o el aire de Diógenes, o los números y la simetrÃa de Pitágoras, o el infinito de Parmónides, o el uno de Museo, o el agua y el fuego de Apolodoro, o las partes similares de Anaxágoras, la unión y discordia de Empédocles, el fuego de Heráclito o cualquiera otra opinión entre esa confusión infinita de pareceres y sentencias que engendra esta hermosa razón humana, gracias a su certeza y clarividencia en todo cuanto se entremete. En este punto del principio de las cosas naturales no sé porqué, lo mismo que las de Aristóteles, no habrÃa yo de acoger cualesquiera de las que practicaron los filósofos citados; los principios del nuestro son de tres especies, que llamó materia, forma y privación ¿Hay algo más vano que hacer de la nada misma causa de la producción de todas las cosas? ¿La privación, no es idea negativa? ¿En qué se fundamentó, por tanto, para hacer de ella principio y origen de todas las cosas existentes? Sin embargo, las verdades de Aristóteles nadie osará tocarlas si no es como asunto de ejercicio lógico; nadie las discutirá ni las pondrá en tela de juicio, sólo se controvertirán para ponerlas a cubierto de objeciones extrañas; la autoridad de las mismas es el fin; una vez franqueado éste, ya no es lÃcito investigar nada.
Por semejantes medios ganan crédito los adivinos. No hay pronosticador, con tal de que posea autoridad bastante para que se examine lo que dice, y se busquen con interés todos los escondrijos y matices de sus palabras, a quien no se haga decir con verosimilitud todo cuanto se quiera, como a las Sibilas. Hay tantÃsimos medios de interpretación que es bien difÃcil que un espÃritu ingenioso no encuentre, a tuertas o a derechas, en todas las cosas, lo que se proponga hallar. Por eso vemos un estilo nebuloso y ambiguo en algunos escritos con tanta frecuencia, el cual tan de antiguo gozó de predicamento. Que un autor cualquiera acierte a interesar y a dar quehacer a la posteridad, cosa que a veces se consigue más por la casualidad que por el talento; que por fineza de espÃritu o por torpeza se muestre algo obscuro o contradictorio, y no haya cuidado, los comentadores le achacarán lo que dijo y lo que no dijo. Esto es lo que dio crédito a muchos engendros insignificantes y a muchos escritos, y lo que recargó de consideraciones diversas una misma idea y un mismo sistema.
Llamamos engrandecer nuestro nombre a esparcirlo y sembrarlo de boca en boca; queremos que sea recibido en buena parte y que tal crecimiento le sirva de provecho; esto es lo más excusable que pueda presentarse en el designio de perseguir la gloria. Pero el exceso de esta enfermedad llega hasta tal punto que muchos buscan que se hable de ellos de cualquier suerte que sea. Trogo Pompeyo dice de Erostrato, y Tito Livio de Manlio Capitolino, que ambos desearon más la grande que la buena reputación. Lo cual es un vicio corriente. Estamos más impacientes de que se hable de nosotros que de que se haga en bueno o en mal sentido. Nos basta con que nuestro nombre corra en boca de las gentes, de cualquiera condición que sea la fama que alcancemos. DirÃase que el ser conocido fuera en algún modo tener la vida y la duración de la misma en la guarda de los demás.
El signo primero en la corrupción de las costumbres es el destierro de la verdad, pues como decÃa PÃndaro el ser verÃdico es el comienzo de toda virtud y la primera condición que Platón exige al gobernador de su república. Nuestra verdad actual no es lo que la realidad muestra, sino la persuasión que acierta a llevarla a los demás, de la propia suerte llamanos moneda no solamente a la que es de buena ley, sino también a la falsa que circula. Silviano Massiliensi, que vivió en tiempo del emperador Valentiniano, dice «que en los franceses el mentir y perjurar no es vicio, sino manera de hablar». Quien quisiera sobrepujar ese testimonio podrÃa decir que ahora la cosa se trocó en virtud: todos se forman y acomodan a la mentira como a una justa honorÃfica; el disimulo es uno de los méritos más notables de nuestro siglo.
que sobre la querella sobrevenida en Cataluña entre una mujer que se quejaba de los empujes demasiado asiduos de su marido, no tanto a mi ver por sentir desaliento (pues de dos milagros sólo creo en los que la fe nos impone), como por coartar con este pretexto y reprimir la libertad, en aquello mismo que constituye la acción fundamental del matrimonio, la autoridad de los maridos hacia sus mujeres, y para mostrarnos que sus ojerizas y malignidades van más allá del echo nupcial pisoteando las gracias y dulzuras de la misma Venus; a la cual queja el marido, hombre verdaderamente brutal y desnaturalizado, repuso que hasta en los dÃas de ayuno no era capaz de pasarse sin diez arremetidas. Intervino con motivo del litigio el notable decreto de la reina de Aragón según el cual, después de madura reflexión del Consejo, esa buena soberana ordenó, como lÃmites razonables y necesarios, el número de seis por dÃa para dar asà regla y ejemplo en todo tiempo de la moderación y modestia requeridas en un cabal matrimonio aflojando y descontando mucho de la necesidad y deseo, de su sexo, «para dejar sentada, decÃa, una solución fácil, y por consiguiente permanente e inmutable»; por lo cual los doctores observaron: «¡Cuáles no serán el apetito y la concupiscencia femeninas, puesto que su razón, enmienda y virtud se tasan en ese precio!» considerando la diversa apreciación que nuestros apetitos les merecÃan. Solón, patrón de la escuela legista, no admite más que tres desahogos mensuales para no llegar al hartazgo en la frecuentación conyugal. Después de haber prestado crédito a todo esto y de haberlo igualmente predicado, fuimos a aplicar a las mujeres la continencia como patrimonio, y a castigar la falta de ella
Ocurriome a veces arrancar a algunas criaturas de la limosna para que me sirvieran, y bien pronto me dejaron, y mi cocina y mi librea, sólo por convertirse a su existir primero; uno encontré luego recogiendo almejas en medio del arroyo para su comida, a quien ni por ruegos ni amenazas supe distraer de lo sabroso y dulce que encontraba en la indigencia. Tienen los pordioseros sus magnificencias y voluptuosidades, como los ricos, y dÃcese que también cuentan con sus dignidades y órdenes polÃticas. Estos son efectos de la costumbre; la cual puede habituarnos no sólo a tal o cual forma que la plazca (por eso dicen los filósofos que debemos plantarnos en la mejor, pues al punto nos facilitará el camino), sino también al cambio y a la variación, que es el más noble y útil de sus aprendizajes.
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