Leila Guerriero. Frutos extraños.

noviembre 29, 2023

Leila Guerriero, Frutos extraños
Alfaguara, 2020. 584 páginas.

Recopilación de crónicas junto con algunas charlas acerca del periodismo. Cada cosa que leo de Leila Guerriero me enamora, da lo mismo de lo que escriba, siempre lo hace bien. Esto es periodismo de altura, intemporal, apasionante, perturbador.

He descubierto a la banda más extraña del mundo (Reynols) profundizado en la biografía de personajes como Rene Lavand (el mago de una sola mano) o Facundo Cabral (que tuvo una muerte acorde a su extravagante vida) y me he asombrado con el mundo de las ventas piramidales o la vida privada de los inmigrantes chinos.

Con algunos textos integrados el corazón se me ha puesto en un puño. La historia La voz de los huesos, un grupo de personas variopintas que se dedican a investigar fosas comunes e identificar cadáveres, tan cercana a nuestra propia realidad (vean si no este enlace: https://www.guardianasdelamemoria.com/»>guardianas de la memoria), me conmovió profundamente. Aunque Leila es capaz de conmoverte hablando de cualquier cosa.

Una de las mejores lecturas de este verano. Muchos de los artículos se pueden encontrar en sus respectivos periódicos (La voz de los huesos).

Buenísimo.

No es grande. Cuatro por cuatro apenas, y una ventana por la que entra una luz grumosa, celeste. El techo es alto. Las paredes blancas, sin mucho esmero. El cuarto —un departamento antiguo en pleno Once, un barrio popular y comercial de la ciudad de Buenos Aires— es discreto: nadie llega aquí por equivocación. El piso de madera está cubierto por diarios y, sobre los diarios, hay un suéter a rayas —roto—, un zapato retorcido como una lengua negra —rígida—, algunas medias. Todo lo demás son huesos.
Tibias y fémures, vértebras y cráneos, pelvis, mandíbulas, los dientes, costillas en pedazos. Son las cuatro de la tarde de un jueves de noviembre. Patricia Bernardi está parada en el vano de la puerta. Tiene los ojos grandes, el pelo corto. Toma un fémur lacio y lo apoya sobre su muslo.
—Los huesos de mujer son gráciles.
Y es verdad: los huesos de mujer son gráciles.
Entre 1976 y diciembre de 1983 la dictadura militar en la Argentina secuestró y ejecutó a miles de personas que fueron enterradas como nn en cementerios y tumbas clandestinas. En mayo de 1984, ya en democracia, convocados por Abuelas de Plaza de Mayo (una agrupación de mujeres que busca a sus nietos, hijos de sus hijos desaparecidos durante la dictadura) siete miembros de la Asociación Americana por el Avance de la Ciencia llegaron al país. Entre ellos, un antropólogo forense —un especialista en la identificación de restos óseos: alguien que puede leer allí los rastros de la vida y de la muerte— llamado Clyde Snow. Nacido en 1928 en Texas, Snow tenía su prestigio: había identificado los restos de Josef Mengele en Brasil. Por lo demás, bebía como un cosaco, fumaba habanos, usaba sombrero texano, botas ídem y estaba habituado a vivir en un país donde los criminales eran individuos que mataban a otros: no una máquina estatal que tragaba personas y escupía sus huesos. En ese viaje —el primero de muchos— dio una conferencia sobre ciencias forenses y desaparecidos en la ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, y la traductora, abrumada por la cantidad de términos técnicos, renunció en la mitad. Entonces un hombre rubio, todo carisma, dijo «yo puedo: yo sé inglés». Y así fue como Morris Tidball Binz, 26 años, estudiante de medicina y dueño de un inglés perfecto, se cruzó en la vida de Clyde Snow.
Durante las semanas que siguieron Clyde Snow participó de algunas exhumaciones a pedido de jueces y familiares de desaparecidos, siempre en compañía de su nuevo traductor. En el mes de junio, cuando tuvo que exhumar siete cuerpos de un cementerio del suburbio, decidió que iba a necesitar ayuda y envió una carta al Colegio de Graduados en Antropología solicitando colaboración. Pero no tuvo respuesta. Y fue entonces cuando Morris Tidball Binz dijo: «Yo tengo unos amigos».
Los amigos de Morris eran uno: se llamaba Douglas Cairns, estudiaba antropología en la Universidad de Buenos Aires, y esparció el mensaje —«Hay un gringo que busca gente para exhumar restos de desaparecidos»— entre sus compañeros de estudio.
—Yo estoy habituada a desenterrar guanacos, no personas— dijo Patricia Bernardi, 27 años, estudiante de antropología, huérfana de padres, empleada en la empresa de transporte de su tío.
—A mí los cementerios no me gustan —puede haber dicho Luis Fondebrider, estudiante de primer año de antropología, empleado de una empresa de fumigación de edificios.
—Yo nunca hice una exhumación —dijo Mercedes Doretti, estudiante avanzada de antropología, fotógrafa y empleada de una biblioteca circulante.
Pero después pensaron que no perdían nada si iban a escuchar, y así fue como a las siete de la tarde del 14 de junio de 1984, Patricia Bernardi, Mercedes Doretti, Luis Fondebrider —y Douglas Cairns— se encontraron con Clyde Snow —y Morris Tidball Binz— en un hotel del centro de Buenos Aires llamado hotel Continental.
—Clyde nos pareció un tipo raro, pensábamos «Cómo toma este viejo, cómo fuma» —dice Patricia Bernardi—. Nos invitó un trago, y cuando nos explicó lo que quería hacer creí que se nos iba a ir el apetito. Pero después nos llevó a comer, y nosotros éramos estudiantes, nunca habíamos ido a un restaurante elegante. Comimos como bestias. Pero teníamos miedo. El país estaba muy inestable, y pensábamos «Si acá vuelve a pasar algo, este gringo se va a su país, pero nosotros nos tenemos que quedar».
Esa noche se despidieron de Clyde Snow con la promesa de pensar y darle una respuesta.
«Me sentí conmovido, pero no tenían experiencia —contaba Clyde Snow años después al diario Página/12—. Les dije que el trabajo iba a ser sucio, deprimente y peligroso. Y que además no había plata. Me dijeron que lo iban a discutir y que al día siguiente me iban a dar una respuesta. Pensé que era una manera amable de decirme «chau, gringo». Pero al día siguiente estaban ahí».
Al día siguiente estaban ahí.

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