Ken MacLeod. Ciudad motor.

junio 26, 2017

Ken MacLeod, Ciudad motor
La Factoría de Ideas, 2006. 348 páginas.
Tit. Or. Engine city. Trad. Marta García y José Echávarren.

El libro es la tercera parte de una trilogía, algo que te das cuenta al poco de empezar a leer, pero de lo que no se informa en ninguna parte del libro, salvo en la bibliografía del autor. Por suerte te imaginas lo que falta y, en mi caso, no lo he echado de menos.

Los asteroides tienen una extraña mente electromagnética y no interfieren con la vida biológica a menos que empiecen a molestar. Por eso van a alentar la pelea entre las especies de la tierra (saurios, krakens y humanos) con otra alienígena de arañas peludas.

Vaya por delante que no me ha gustado. En la ciencia ficción no pido alta literatura, pero algunos fragmentos me han causado vergüenza ajena. La trama es confusa y mal estructurada. Hay acontecimientos poco plausibles, y no se aprovechan nada los conceptos. Por poner un ejemplo, en un momento dado se da una lista de los crímenes punibles y los execrables. Una lista semejante en manos de Lem hubiera sido jugosa, aquí es un simple pretexto para una mala resolución final.

Aunque al final se anima, en conjunto flojillo.

Identificar la clase dominante de un estado no suponía un problema. Los cargos más altos y los administradores de los diversos cuerpos corporativos, los patricios y patriarcas de las compañías mercantiles, los gestores de las cooperativas, los jefes de los gremios y los latifundistas, los dirigentes de las órdenes religiosas y de las escuelas filosóficas, los cortesanos retirados, los profesores eméritos y algunos más, formaban lo que era conocido por todos como el Electorado, las personas que de forma igualmente evidente elegían el Senado y ocupaban los puestos de su administración, y aquella era toda la historia. Volkov no tenía prejuicios especiales contra las élites (él mismo había formado parte de una) y se sorprendía a sí mismo por la irritación que le causaba la descarada falta de maneras democráticas de la República. Toda su experiencia le venía dada por gentes que insistían en que se mantuviese al menos la ilusión de una soberanía popular, y le parecía preocupante encontrarse con personas que parecían satisfechas conformándose con poder gobernar tan solo sobre su propia vida cotidiana, mientras dejaban que la política y la diplomacia se llevaran a cabo pero encima de sus cabezas, como, por supuesto, había sido lo habitual siempre y en todo lugar.
Mientras caminaba a través de los laberintos de mercadillos y supermercados, talleres artesanales y molinos, veía por todas parles dependientes y vendedores de rostios pálido:; inhodu-
ciendo cifras, calculando y extrayendo totales de máquinas calculadoras, y se maravillaba de las incontables formas de comunicación que pululaban por doquier. Los pies descalzos de los chicos de mensajería corriendo y resonando con su eco por las escaleras, los ciclistas gritando y esquivando por las calles, las tuberías de goma por las cuales circulaban mensajes escritos, o el timbre de los teléfonos. Volkov se dio cuenta de que aquella ciudad podía convertirse en el eje de un formidable estado militar e industrial sin necesidad de cambiar una sola institución. Todo lo que se necesitaba era información.
Ellos ya disponían de cierta información. Las noticias que habían llegado con la Estrella brillante y los fragmentos de conocimiento moderno que había traído consigo habían ido llegando en pequeñas cantidades mucho antes de que la nave de los de Tenebre hubiera despegado para obtener tanta como fuera posible. Y ellos tenían los medios para diseminarla y debatir sobre ella. La prensa escrita estaba muy extendida allí y se caracterizaba por su ruda vitalidad, de igual forma que existían numerosos canales de radio. El enorme incremento de conocimiento que acababa de producirse a consecuencia de todo ello, iba a incendiar intelectualmente la ciudad. Los rumores ya estaban comenzando a despertar la curiosidad de todos.
El estandarte de su revolución sería: «el conocimiento es poder».

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