Karin Tidbeck. Jagannath.

noviembre 21, 2016

Karin Tidbeck, Jagannath
Fábulas de Albión, 2014. 168 páginas.
Tit. or. Jagannath. Trad. Carmen Montes Cano y Marian Womack.

Incluye los siguientes relatos:

Beatrice
Cartas a Ove Lindstróm
La señorita Nyberg y yo
Rebecka
Herr Cederberg
¿Quién es Arvid Pekon?
El complejo de vacaciones de Brita
La montaña de los renos
Mermelada de mora ártica
Pyret
Augusta Prima
Tías
Jagannath

Relatos ambientados en lo sobrenatural, rozando el terror o la angustia. Hay muchos basados en las tradiciones nórdicas de seres feéricos. Todos están bien escritos pero no todos tienen la misma calidad.

El primero, con dos personas enamoradas de sendas máquinas con un final sorprendente, es muy bueno. También es original ¿Quién es Arvid Pekon?, sobre un telefonista con un trabajo peculiar y Rebecka, un mundo en el que dios está en la tierra. De los de leyendas del norte, me quedo con Cartas a Ove Lindstróm.

En conjunto, bueno.

Era verano. Tú trabajabas de noche en un periódico vespertino como ilustradora. Compartíamos el teléfono fijo. Me desperté al alba con la sensación de que estaba sonando. Cuando abrí la puerta de tu habitación, reinaba el silencio, pero había alguien sentado en la penumbra, en medio del baúl con herrajes que tenías por mesa delante del sofá. Era un ser pequeño y huesudo cuyos ojos brillaban levemente. Medio adormilado como iba, no me pareció tan raro.
Cuando me desperté otra vez, no estaba seguro de haber entrado en tu habitación. Pero la imagen de aquella figura en el baúl se me había quedado grabada en la cabeza. Se convirtió en un relato al que nunca logré dar fin: me atasqué en el final. Además, era un tanto extraño que una amiga mía fuera protagonista. Es verdad que podía haberle cambiado el nombre, pero no habría sido lo mismo. Porque claro, el relato trataba de ti.
Todo tiene que ver con tu afición por las plantas extrañas. A ti no te interesaba demasiado cultivar flores normales. En todo caso, flores aromáticas, porque eran bonitas. Pero por lo demás, siempre encargabas plantas raras del catálogo de semillas, algunas simplemente por maldad: «¡Trompetero! Deberían estar prohibidas, no puedo evitarlo, tengo que poner plantas de esas.» Por la misma razón te gustaban la mandragora y la belladona. (Fue el año en que solo tenías en el balcón plantas venenosas). Y luego estaban las bolsas sorpresa, que siempre abrías con el mayor de los entusiasmos, una mezcla de semillas sin clasificar que podían convertirse en cualquier cosa.
En fin, que fue a finales de marzo, cuando empiezan a agostarse las campanillas de invierno y los crocus asoman la cabeza por la superficie de la tierra; cuando la sal y la grava del invierno aun
cubren los caminos. Se ponía el sol, y el primer mirlo cantaba en el abeto, delante del bloque de pisos. Abriste la puerta del balcón para ventilar y no habrías mirado hacia los maceteros de flores todavía durmientes de no haber sido por aquel ruido rasposo. Y allí estaba, un ser diminuto que trataba de impedir que lo descubrieran quedándose totalmente inmóvil entre los maceteros. Temblaba de frío.
Era huesudo y estaba lleno de tierra, tenía los codos y las rodillas pelados y unos diez centímetros de altura. No opuso resistencia cuando lo arrancaste con cuidado, lo llevaste al apartamento y lo pusiste encima de la mesa de la cocina. Os mirasteis un instante. Y entonces dijiste:
—¿Te he plantado yo?
Asintió.

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