Juan E. Bassagaisteguy. Truculencias.

diciembre 3, 2019

Juan E Bassagaisteguy, Truculencias
Sello fantasma, 2018. 210 páginas.

Del otro lado del charco a través de un amigo de un amigo me llega esta colección de relatos de terror, del de siempre, con elementos sobrenaturales, su pizca de gore, y una paleta de temas extensa, pero siempre terrorífica.

Cada relato está precedido por una ilustración de diferentes dibujantes que nos ayuda a ponernos en situación y la edición está muy cuidada.

Ha sido un placer estremecerse de miedo.

—¡Diooos! —suspiró en un débil aullido, mientras percibía que un miedo irracional se apoderaba de todo su ser.
Sepultado en la fosa. A oscuras. ¿Tetrapléjico? ¡No! ¡Sí! No lo sabía. Intentó serenarse. Tenía que haber una salida.
Cavilaba en ello cuando el ruido de un rayo se abrió paso entre el repiqueteo de las gotas de lluvia. El resplandor que lo acompañó a través de los ventanales le permitió vislumbrar por un par de segundos algo del penumbroso panorama. Estaba caído sobre el lado izquierdo del hoyo de trabajo, su brazo derecho inmóvil bajo la mesa de labor que estaba en el centro del diminuto y gélido lugar.
El fulgor de un segundo rayo hizo que pudiera ver más allá, en las alturas. Identificó el piso del auto en reparación, ocupando el espacio superior de la fosa justo encima de su estómago y de sus piernas. Y, sobre su cabeza, el motor colgando del brazo hidráulico, inmóvil, como un péndulo de hierro gigante de un antiguo reloj al que se han olvidado de darle cuerda.
Lo que vio cuando la luz inmaculada del tercer rayo iluminó el lugar -por más tiempo del que hubiera deseado-, lo dejó al borde de la locura. Un tipo. De pie dentro de la fosa, parado junto a sus piernas. Vestido con un traje de etiqueta color blanco, botas tejanas del mismo color, y un sombrero como los que se usaban en el lejano oeste que ocultaba su rostro; una larga barba blanca le cubría los labios y le llegaba casi hasta la cintura. Las
manos del hombre estaban dentro de los bolsillos de un gabán del mismo color del traje.
Lanzó una carcajada histérica al aire: aquel fulano le recordó al mismo tiempo a los ZZTop-si hubiera estado todo vestido de negro podría haber sido, tranquilamente, el guitarrista o el bajista- y a Rubén Blades con su Pedro Navaja y aquello de «…las manos siempre en los bolsillos de su )j,abán…». El golpe había trastornado su mente, sin dudas: ahora tenía visiones.
—¿De qué se ríe? —La voz del hombre de blanco sonó gutural en la fosa. No podía ver sus ojos, pero dejó de reír.
—Ayúdeme, por favor, no me puedo mover.
—¿Y a cambio de qué? Nada es gratis en la vida. —El hombre se acercó, el eco de los tacos de sus botas resonando en el agujero de cemento, Con el fondo del fragor de la tormenta. Se detuvo justo encima de su abdomen, una pierna a cada lado de su cuerpo inerte. Levantó el ala de su sombrero y don Pedro vio sus ojos. Uno rojo, como sangre coagulada; el otro amarillo, como la orina fétida acumulada en los riñones y que pugna por salir.
—Lo que sea, lo que sea. Piedad, por favor.
Un silbido bífido que le quemó los oídos salió de la boca de aquel hombre.

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