Eduardo Halfon. El boxeador polaco.

diciembre 2, 2019

Eduardo Halfon, El boxeador polaco
Pre-textos, 2008. 106 páginas.

Incluye los siguientes cuentos:

Lejano
Fumata Blanca
Twaineando
Epístrofe
El Boxeador Polaco
Discurso De Póvoa

En los que el narrador es en muchos casos un trasunto del autor y no sabemos muy bien si estamos ante una autoficción o un recurso más. Muy bueno Lejano, donde un profesor que se enfrenta día tras día a la indiferencia de los alumnos se ve deslumbrado por la calidad de los textos de uno de ellos y cómo las cosas no van siempre por los cauces preestablecidos.

También está muy bien El Boxeador Polaco recogiendo una historia de su abuelo que salvó la vide en un campo de concentración gracias a los consejos que le dio el boxeador del título y que su nieto narra con pulso firme sin caer en sentimentalismos pero con gran capacidad motivadora.

Libro inencontrable, casi escondido, pero de una calidad exscelente. Otras reseñas: El boxeador polaco y en el indispensable Devaneos: El boxeador polaco.

Muy recomendable.

Esto es tuyo, le dije, entregándole su cuaderno y el poema que me había enviado por correo. Pensé que intentaría rechazarlos, pero los recibió sin comentario alguno. Una señora descalza pasó ofreciendo semillas de marañón. Ya leí sus libros, Halfon, dijo mirando hacia el tumulto de hombres que se estaban lustrando los zapatos alrededor de la fuente. Y después, durante un tiempo, nadie dijo nada. Quería decirle que entendía perfectamente por qué había dejado la universidad, que no tenía que explicármelo. Quería decirle que me hacía mucha falta su presencia en clase. Quería decirle que por favor siguiera escribiendo poemas, pero no había necesidad. Alguien como Juan Kalel, aunque quisiese, jamás dejaría la poesía, principalmente porque la poesía jamás lo dejaría a él. No era una cuestión de forma, ni de estética, sino de algo mucho más absoluto, mucho más perfecto que poco o nada tenía que ver con la perfección.
Una amiga de Juan llegó a saludarlo y se pusieron a platicar en cakchikel. Sonaba bellísimo, como a gotitas de lluvia cayendo en una laguna, o algo así. Cuando se marchó, le pregunté a Juan si escribía poemas en cakchikel. Me dijo que por supuesto. Le pregunté cómo decidía si escribirlos en español o en cakchikel. Él se quedó callado un buen tiempo, mirando hacia la fuente de lustradores. No sé, dijo finalmente, nunca lo había pensado. Y luego volvió ese silencio tan natural entre él y yo, como si ninguno de los dos necesitase realmente decir algo o como si ya todo entre nosotros
estuviese dicho, igual dalia. Olía a elote asado. A lo lejos, un niño estaba vendiendo pollitos y nadie le hacía caso a un predicador. ¿Sabe, Halfon, cómo se dice poesía en cakchikel?, me preguntó de repente. Le dije que no, que ni idea. Pach’un tzij, dijo él. Pach’un tzij, dije yo. Y me quedé un tiempo saboreando esa palabra, degustándola únicamente por su sonido, por el delicioso encanto de pronunciarla. Pach’un tzij, dije de nuevo. ¿Sabe qué significa?, me preguntó y, aunque vacilé, le dije que no, pero que tampoco importaba. Trenzado de palabras, dijo. Es un neologismo que significa trenzado de palabras, dijo. Pach’un tzij, entonándolo él con la elegancia que sólo se adquiere a través de una espiritualidad incauta. Es algo así, dijo, como un huipil de palabras, como un tejido de palabras, y no dijo más.
Ya era tarde. El sol estaba cayendo y decidimos caminar de vuelta a su casa. Cerca de la iglesia colonial, un anciano estaba de pie ante una pequeña jaula blanca. Nos acercamos. Tenía un canario amarillo y estaba como susurrándole o cantándole algo. Me dijo Juan que ese canario podía leer el futuro, y yo sólo sonreí. En serio, dijo. ¿Cuánto cuesta?, le pregunté al anciano. Él levantó dos dedos. Saqué dos monedas de mi bolsillo y se las entregué. Pero es para él, dije señalando a Juan, prefiero saber su futuro que el mío. El anciano tomó una rueda llena de finos papelitos de todos los colores, luego llamó al canario con un suave silbido y le puso la rueda enfrente. Con su pico, el pájaro escogió un pape-lito rosado. Entonces el anciano, mientras le cuchicheaba algo, tomó el pedazo de papel de su pico, lo dobló en dos y se lo entregó a Juan, que observaba fijamente al canario. Pero en su mirada no había nada de ternura, nada de compasión. Sino una furia desmedida, casi violenta, casi colérica, como si ese canario le estuviese revelando algún oscuro secreto.

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