José Carlos Díez. La economía no da la felicidad.

junio 8, 2018

José Carlos Díez, La economía no da la felicidad
Plaza y Janés, 2015. 220 páginas.

En estos tiempos convulsos todos estamos haciendo un máster acelerado de economía. Y nada mejor que este libro para enterarse de una serie de conceptos que se repiten en los informativos y que puede que nos pillen un poco al traspiés.

El autor hace un repaso por la historia de la economía, da claves para entender lo que ha pasado en la última crisis y por qué (y en otras del pasado), proporciona abundantes ejemplos de medidas económicas reales y sus resultados y no se casa con ninguna escuela económica. Porque como dice él cada escenario tendrá su solución adecuada, en algunos casos más tirando a Keynes, en otras más a lo liberal.

Según explica en el libro hay varias cosas claras: las economías planificadas no funcionan. Pero el capitalismo sin una regulación estatal, tampoco.

Recomendable.

A lo largo de todo el libro he preferido centrarme en economistas concretos para evitar caer en el reduccionismo habitual de asociarlos a escuelas y corrientes de pensamiento. Pero este comportamiento maniqueo no sirve para resolver los problemas. En una depresión con deflación de deuda, como la que padece España, y con ella el resto de los países periféricos europeos, me parece increíble que no se use la experiencia de Keynes. Sin embargo, en el caso de Venezuela, con un tipo de cambio de mercado casi veinte veces el oficial y una inflación galopante del 100 por ciento, aplicaría sin dudar las ideas de Friedman para estabilizar la economía con un programa monetario ortodoxo. Esto no significa que yo sea keynesiano o monetarista, y pienso que lo mismo sucede con la mayoría de los economistas incluidos en estas escuelas.


Los países con mayor renta por habitante cuentan con una red de infraestructuras muy tupida. Por el contrario, los países pobres sufren un gran déficit de infraestructuras. Por eso aunque los salarios en África se cuenten entre los más bajos del mundo y, por lo tanto, entre los más competitivos, los costes de transporte desde los lugares donde se produce encarecen tanto el bien que deja de ser rentable. Gran parte de este problema se debe a las malas infraestructuras del continente africano.
Ronald Reagan en Estados Unidos y sobre todo Margaret Thatcher en el Reino Unido pusieron de moda la fórmula público-privado. Basada en ese discurso neocon, que a muchos les sonará familiar, que repite sin cesar: «el Estado es ineficaz y el mercado siempre lo supera», privatizaron servicios públicos básicos prometiendo una mayor eficiencia y mejor calidad de servicio para el ciudadano gracias a la bondad del sector privado. Treinta años después el resultado ha sido desastroso en la mayoría de las ocasiones. Cualquiera que haya viajado al Reino Unido habrá tenido que pagar precios desorbitados por viajar en el tren o en el metro de Londres y habrá comprobado que a pesar del mayor precio del servicio la situación de muchas infraestructuras es lamentable.
La mayoría de esas concesiones o inversiones públicas con participación privada necesitan financiación bancaria o en los mercados financieros. Y los bancos o inversores exigen un aval público del Estado para conceder el crédito. El riesgo moral es enorme: si la inversión sale bien, los beneficios son privados, pero si sale mal las pérdidas se socializan y las pagan los contribuyentes. Por otro lado, esos entornos son un loco de corrupción ya que dependen de una decisión admi-
nistrativa, por eso es tan importante la transparencia en la gobernanza de los recursos públicos.
Sin embargo, el Estado no siempre es un ángel y no todas las inversiones en infraestructuras están justificadas. Existe una frase maldita, que en la geografía española se entiende muy bien, y que dice: «gastaba como si el dinero fuera público». Los recursos públicos son escasos y se nutren de dinero de los contribuyentes, por eso la racionalidad económica y el análisis coste-beneficio deben primar en la decisión. Es cierto que en muchas ocasiones, al no existir mercado ni precios privados, es difícil estimar los beneficios de una infraestructura ya que, además del análisis puramente contable de ingresos y gastos, hay que añadir los beneficios sociales que genera y su repercusión sobre la riqueza de la nación en el futuro. El caso de la educación pública es el más evidente. Computas como gasto los años en los que el joven se educa pero genera PIB y paga impuestos durante los cuarenta años de su vida profesional.
Aristóteles en su Ética a Nicómaco enseñaba que la prudencia es una virtud y que ésta debe ser una cualidad principal de todo gobernante, sobre todo de aquel que se encarga de gestionar los recursos públicos. Los descendientes actuales de los griegos de la época aristotélica han sufrido en sus propias carnes los excesos de inversiones y la mala gestión de recursos públicos. España tampoco es ajena a este mal, y entre muchos casos absurdos de inversiones mastodónticas sin utilidad real, quizá el ejemplo más sangrante lo constituya la Comunidad Valenciana, que, al igual que Grecia, ha visto sus cuentas cuestionadas desde Bruselas.

2 comentarios

  • Ulises Lima junio 9, 2018en8:53 pm

    Es tipo, el autor de este curioso libelo o panfleto, no ha estado en Inglaterra…Yo he vivido alli diez años, y lo que dice de los servicios públicos privatizados es mentira. Los precios son muy razonables, mucho más bajos que aqui en lo que se refiere al tren o el metro, por ejemplo. Estoy convencido de que el autor del libelo ni siquiera sabe inglés. Thatcher, como casi todos los politicos, tiene sus luces y sus sombras, pero llegó al poder porque la gente estaba literalmente harta del poder de los sindicatos britáicos que tenían secuestrados los servicios publicos y convertidos en una basura, literal: lo decian incluso los laboristas, que cuando llegaron al poder mantuvieron las privatizaciones. Este es un dato capital, que omite el autor del libelo. Es decir, algo bueno tiene la privatizacion cuando hasta la izquierda laborista la respeta…

  • Palimp junio 26, 2018en5:24 pm

    Yo estuve el verano pasado en Londres y el precio del billete es el doble de Barcelona, así que al menos en ese aspecto dice la verdad. Lo que hicieron Thatcher, Reagan y otros adalides de las teorías de Friedmann todavía lo estamos pagando.

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