Jesús M. Carazo. La Ciudad donde habita Caribdis.

mayo 18, 2011

Editorial Debate, 1987. 166 páginas.

Jesús M. Carazo, La Ciudad donde habita Caribdis
C’est l’amour

No recuerdo como llegó este libro a mi biblioteca; ni me sonaba el autor ni me llamaba la atención la portada. A veces tengo la impresión de tener intrusos en la biblioteca, polizones en busca de lectura.

El argumento es bastante sencillo. Un profesor español viaja a Burdeos para poder acabar un libro sobre Goya. Allí conoce a una chica francesa con la que entabla relaciones, aunque él está casado. Descubrirá que hay otras maneras de vivir la vida, más francas, y se debatirá entre la Escila del matrimonio y el Caribdis de la infidelidad.

No hay mucha originalidad en la trama, más allá del retrato de los españoles de la época, celosos y poco europeos, y del descubrimiento de una nueva manerade vivir. Pero está bien escrita, suena sincera, hay escenas tiernas y tristes, y un final que no por imaginable deja de conmover.

Me solidarizo con algunas reflexiones del protagonista. Sobre los coches:

¿querría venir él a su apartamento a tomar ese café? Monleón aceptó encantado. «Vous avez une voiture?», preguntó la muchacha. No, no, él odiaba los automóviles; era una de las servidumbres de la vida moderna que no estaba dispuesto a aceptar. Además, le espantaba la idea de hacerle daño a alguien, de atropellar a un niño.

Sobre los franceses:

Quizá por eso algunos fragmentos resultaban demasiado escolásticos, ligeramente faltos de imaginación. (Había cierta pedantería en sus palabras, pero la pedantería parecía ser uno de los males endémicos de aquel país.)

Me ha dejado buen sabor de boca. Deja de ser un polizón para convertirse en miembro de la tripulación.


Extracto:[-]

Monleón sintió que aquel flujo de ondas que desde hacía un rato le recorría el cuerpo se le agolpaba muy cerca de su vientre, como si ahora se hallase allí el motor de los deseos, el centro de su ser. ¡Santiago y cierra, España!, pensó, y un instante después se encontró fundido en un beso lleno de violencia que, por un impulso misterioso y sincrónico, parecía haber sido iniciado a un tiempo desde ambos lados del sofá. Y en aquel beso arrebatado y febril anduvo él buscando la totalidad de lo femenino, océano sin límites donde esa noche deseaba perderse. (Porque en ese cuerpo que ahora se estremecía bajo el suyo abrazaba él a todas las alumnas que le llenaban el despachito de palpitaciones nostálgicas, a las desconocidas que alguna vez le habían dado materia para sus fantasías, a Maite, la amiga de Pilar, la de mirada de tigre… Así que, tras siete años de penitencia, volvía él para vengarse, como Orestes, para vengarse de tanta represión, de tanta lujuria rebelde y contenida.) Agnés había comenzado a agitarse como una olla de agua puesta a hervir y él estaba seguro de que ya nada podría detener la ebullición, sobre todo ahora que sus besos ampliaban los límites venciendo una ligera resistencia. Por fin, la muchacha pareció hacerle donación de su cuerpo y cayó en otro éxtasis no muy distinto del que minutos antes le había provocado la música de Purcell. Monleón le desató los botones de la blusa y dejó al descubierto un rosado pasaje por el que se internó, tembloroso, explorando los valles, las colinas, la tibieza del gran desfiladero, la entrada de la gruta palpitante… Resultaba extraño que aún guardase él cierto control, que aún pudiera pensar —mientras besaba la punta de sus senos— en cómo le contaría todo aquello a Vázquez. Sin embargo, cuando ella lo llevó tras la cortina hasta una cama que fue preciso descubrir apresuradamente, cuando le quitó la ropa con una inusitada pericia, cuando le acarició aquí y allá y lo atrajo
por fin entre sus muslos, Monleón se sintió también tragado por aquel torbellino de excitación que poseía ya a la muchacha. Bajo su cuerpo, ella comenzó a deshacerse en gemidos tan dulces que parecían estar diciendo que a este mundo se venía sólo a sentir aquel cautiverio suave, aquella abrasadora delicia, para morirse luego, unas horas o unos años después. Porque lo demás, es decir, la cultura, el progreso, las artes, eran sólo excrecencias, tumores, perifollos, y toda la palabrería que llenaba las bibliotecas, un montón de cenizas, peladuras, detritus. Y mientras esa turbadora idea se le mostraba en la oscuridad con el fulgor de una revelación, seguía él arrancando, como esquirlas punzantes, aquellas quejas de animal herido que eran a un tiempo gritos de dolor y voces de ánimo al verdugo. Después, la muchacha apartó su rostro, sollozando, golpeándose contra la almohada, y huyó deprisa hacia los manantiales del placer. Monleón se sintió invadido por una insólita ternura y abrazó con fuerza aquel cuerpo blando, abierto, res extensa, res expectante, lo único absoluto de una habitación que comenzaba a perder sus límites, a dilatar sus muros, ahora que él se dejaba ya arrastrar hacia un abismo negro, caliente, espeso…

2 comentarios

  • Guadiar mayo 20, 2011en11:39 am

    He revisado tus gustos literarios en busca de alguna novedad o algún buen consejo. Ninguna sorpresa.
    ¿ Qué tal si añades a Franzen ( Las correciones ), David Foster Wallace ( todos sus libros ), Safran Foer ( Todo esta iluminado ). Te van a enloquecer.

  • Palimp mayo 20, 2011en3:48 pm

    Gracias por las recomendaciones. Me apunto a Franzen y Foer, de Wallace ya he leído un libro y tengo pendiente otro, así que ya está en la lista.

    Una curiosidad; cuando dice ‘Ninguna sorpresa’ ¿Se refiere a que soy previsible, a que coincido con sus gustos, o a qué?

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