Jane Jacobs. Muerte y vida de las grandes ciudades.

octubre 30, 2020

Jane Jacobs, Muerte y vida de las grandes ciudades

Este es un libro que habla de urbanismo escrito por una activista. Que su influencia haya sido tan enorme, hasta el punto de que todavía se discuten sus ideas dentro de la planificación urbana y que muchos de sus conceptos sigan siendo de uso común nos dice la calidad del pensamiento de esta autora.

Y es que Jane es una persona a la que me hubiera gustado conocer. Por su defensa de las ciudades pensadas para la gente. Por su idea transgresora de que hay que diseñar de abajo arriba y no de arriba abajo. De que las ciudades son algo importante que hay que defender y cuidar, no un cáncer a exterminar. No he encontrado biografía, pero su entrada en la wikipedia ilustra mucho: Jane Jacobs.

El libro en ocasiones se hace pesado de leer porque los ejemplos que pone son de hace tanto que casi no tienen relevancia. Pero los conceptos que expone siguen siendo vigentes. Por ejemplo, cuando habla de la gentrificación aunque no la nombre así.

Merece la pena el esfuerzo. Una gozada de libro. Otras reseñas: Muerte y vida de las grandes ciudades, Muerte y vida de las grandes ciudades y Muerte y vida de las grandes ciudades.

Muy recomendable.


El Back-of-the-Yards era un notorio barrio bajo. Cuando el gran investigador y cruzado Upton Sinclair quiso describir la escoria de la vida urbana y de la explotación humana en su libro La jungla, escogió como marco más apropiado al Back-of-the-Yards y sus mataderos. Hasta los años treinta, los que vivían en este barrio y buscaban trabajo en otro sitio daban direcciones falsas para evitar la discriminación que se asociaba a residir allí. En el plano físico, aún en 1953, el distrito, un batiburrillo de edificios vapuleados por el tiempo, era el ejemplo clásico del tipo de localidad que convencionalmente se cree que debe ser arrasada por las excavadoras.

En la década de los años treinta, los ganapanes del distrito trabajaban principalmente en la industria cárnica y, durante esa década el distrito y su población se implicaron profundamente en la sindicalización de las plantas de empaquetado de carne. Sobre esta nueva militancia y aprovechando la oportunidad que ésta ofrecía para diluir los viejos antagonismos nacionales que anteriormente tenían dividido el distrito, unos cuantos hombres muy capaces iniciaron un experimento de organización local[2]. La organización se dio a sí misma el nombre de Consejo de Back-of-the-Yards, y adoptó el valiente eslogan Nosotros, el pueblo, seremos los artífices de nuestro propio destino. El Consejo ha terminado funcionando como un gobierno. Posee una organización más formal y adhesiva que las asociaciones de vecinos normales, y mucho más poder, tanto en la ejecución de servicios públicos propios como a la hora de ejercer su voluntad en el Gobierno municipal. La política se marca por una especie de parlamento compuesto por doscientos representantes elegidos entre los miembros de las organizaciones menores y de las vecindades de calle. En Chicago se admira el poder del distrito para obtener del Ayuntamiento los servicios, regulaciones y exenciones a las regulaciones que necesita. En definitiva, el Back-of-the-Yards no es una porción del cuerpo político que se pueda desdeñar o subestimar en una lucha, un dato muy importante para esta historia.

En el intervalo entre la formación del Consejo y los primeros años de la década de los cincuenta, la población del distrito y sus hijos realizaron otros tipos de avances. Muchos se titularon para trabajos cualificados, en la industria, en oficinas o en profesiones autónomas. El inevitable paso siguiente, llegados a esa fase, debiera haber sido una emigración masiva a los arrabales segregados según los niveles de ingresos, con una nueva oleada de población con pocas posibilidades de elección invadiendo el distrito abandonado. Hacia atrás, como el barrio bajo perpetuo.

Sin embargo, la población de este distrito decidió quedarse, como hacen por lo general los habitantes de una vecindad en vías de rehabilitación (ya habían empezado a descongestionar sus viviendas y a rehabilitar dentro de la vecindad). Las instituciones presentes, especialmente las iglesias, les pidieron que se quedaran.

Al mismo tiempo, miles de vecinos querían mejorar sus viviendas más allá de la descongestión y de una pequeña reforma y redecorado. Ya no eran vecinos de un barrio bajo y no querían vivir como si lo fueran.

Los dos deseos —quedarse y mejorar— eran incompatibles, porque nadie podía obtener un crédito para reformas. Como el North End, el Back-of-the-Yards estaba incluido en la lista negra del crédito hipotecario.

Pero en este caso existía una organización capaz de enfrentarse con la situación. El Consejo hizo una encuesta que arrojó la información de que los propietarios de negocios, vecinos e instituciones del distrito tenían ahorros en unas treinta asociaciones de crédito y cajas de ahorro de Chicago. Dentro del distrito se llegó al acuerdo de que todos los depositantes —instituciones, hombres de negocios e individuos— retirarían sus fondos si las instituciones de crédito mantenían al distrito en la lista negra.


Estas singulares omisiones intelectuales se remontan, creo, a las tonterías de la Ciudad Jardín, como tantas otras presuposiciones tácitas del urbanismo y el diseño urbano. La visión de Ebenezer Howard de la Ciudad Jardín debiera parecemos feudal. Era como si pensara que los miembros de las clases trabajadoras industriales se quedarían modositos en su clase (y en el mismo trabajo dentro de su clase), que los trabajadores agrícolas serían agricultores toda su vida; que los hombres de negocios (el enemigo) apenas serían una fuerza significativa en su Utopía y que los urbanistas realizarían su excelso y beatífico trabajo, sin ser molestados por las naderías de los no capacitados.

Lo que molestaba tanto a Howard y a todos sus devotos seguidores tras él (como los descentristas americanos y los urbanistas regionales) era la fluidez misma de la nueva sociedad industrial y metropolitana del siglo XIX, con sus profundos desplazamientos de poder, dinero y población. Howard quería reducir el poder, la población y los usos e incrementos monetarios a un modelo estático y fácilmente manejable. Quería un patrón que ya era obsoleto. «Uno de los principales problemas de nuestros días es cómo detener el éxodo del campo», —decía—. «El labrador puede ser devuelto a la tierra pero ¿cómo volverán las industrias del país a la rural Inglaterra?».

Howard pretendía acorralar a los salvajes mercaderes nuevos y otros empresarios de la ciudad, que parecían brotar incansablemente por todas partes. Una de las principales preocupaciones de Howard al inventar la Ciudad Jardín era cómo dejarles sin espacio para desarrollar sus operaciones, excepto bajo las férreas directivas de un plan corporativo monopolista. Howard temía y rechazaba las fuerzas energéticas inherentes a la urbanización combinada con la industrialización. No les permitía participar en la lucha contra la vida barriobajera.

La restauración de una sociedad estática, gobernada —en todo lo importante— por una nueva aristocracia de expertos urbanistas altruistas puede parecer quizá una visión alejada de la demolición, del barrido y del amurallamiento de los barrios bajos americanos. Pero la planificación derivada de estos objetivos semifeudales nunca se ha cuestionado. Ha sido empleada para trata con las ciudades reales del siglo XX. Ésta es una de las razones por las cuales, cuando los barrios bajos de las ciudades americanas se rehabilitan, lo hacen a pesar del urbanismo y contra los ideales de la planificación urbana.

Por su propia consistencia, el urbanismo convencional encarna una fantasía sobre la incontrolada presencia de gente en barrios bajos, cuyos ingresos corresponden con los ingresos de los habitantes de estos barrios. Se suele caracterizar a estas personas como víctimas de la inercia, que necesitan un empujón (los comentarios de aquellos a los que beatíficamente se les da esa información sobre sí mismos no se pueden imprimir). Al arrasar sus barrios, aunque protesten, les hacen un favor, según su fantasía, porque los fuerzan a mejorar. Mejorar significa encontrar su escuadrón propio, con su población marcada con un precio, y marchar a su paso.

La rehabilitación y la autodiversificación que la acompaña —posiblemente, las dos fuerzas regeneradoras más importantes inherentes a las economías metropolitanas americanas— aparecen así, a la luz lóbrega del urbanismo convencional y de la sabiduría de la reconstrucción, como una mera suciedad social y una confusión económica, y como tales se tratan.


El enfoque del urbanismo convencional hacia los barrios bajos y sus habitantes es totalmente paternalista. El problema de los paternalistas es que quieren hacer cambios profundísimos y escogen unos medios muy superficiales. Para vencer a los barrios bajos hay que considerar ante todo a sus moradores como personas capaces de comprender y actuar según su propio interés, que es lo que son. Necesitamos distinguir, respetar y construir sobre la potencia regeneradora que ya existe en los barrios bajos y que operan también con eficacia en las ciudades reales. Esto es muy distinto que condescender a dar una vida mejor a la gente, y no se parece nada a lo que se hace hoy.


La autodestrucción de la diversidad puede tener lugar en las calles, en pequeños nudos de vitalidad, en un conjunto de calles o en el conjunto del distrito. El último caso es el más grave.

Sea cual sea la forma que adopte la autodestrucción, a grandes rasgos, esto es lo que sucede: una combinación diversificada de usos en un determinado lugar de la ciudad se hace popular y triunfa; como ese lugar triunfa —basado siempre en una diversidad floreciente y magnética— se desata una ardiente competencia por el espacio de ese lugar. Se vuelve un lugar de moda para la economía.

Los ganadores de la competición por el espacio de dicho lugar supondrán solamente un sector muy estrecho de los muchos usos que, juntos, crearon el éxito. El uso o los usos (de cualquier tipo que sean) que se hayan revelado más rentables proliferarán y arrasarán los usos menos rentables. Si mucha gente, atraída por la comodidad e interés, o encantada por su vigor y magnetismo, elije vivir o trabajar en ese lugar, de nuevo los ganadores de la competición serán un sector muy pequeño de la población de usuarios. Como muchos quieren entrar, los que vengan o se queden serán autoseleccionados por el precio.

La competición basada en la rentabilidad de los negocios minoristas es lo que más puede afectar a las calles. La competición basada en el atractivo de un espacio para vivir o para trabajar puede afectar más a grupos de calles o incluso a distritos enteros.

De este proceso, salen triunfante uno o unos pocos usos dominantes. Pero es un triunfo inútil. En el proceso se ha destruido un organismo muy complejo, y logrado, de apoyo económico y social mutuo.

A partir de ahora, el lugar empezará a ser abandonado por quienes lo usaban por distintos motivos de los que triunfaron en la competición, pues dichos motivos ya no existen. Tanto visual como funcionalmente, el lugar se vuelve monótono. Después vendrán todas las desventajas económicas derivadas de un reparto desigual de la gente durante el día. Declinará la idoneidad de la zona incluso para su uso predominante, gradualmente, como ha declinado por la misma razón la idoneidad del centro de Manhattan para los despachos. Con el tiempo, un lugar que tiempo atrás fue próspero y objeto de una competencia ardiente, se apaga y se vuelve marginal.

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