Isaac Rosa. La mano invisible.

febrero 12, 2021

Isaac Rosa, La mano invisible
Seix Barral, 2011. 382 páginas.

Una serie de trabajadores han sido contratados para realizar una especie de performance que no se sabe muy bien qué es, si un programa de televisión, una obra de arte o un estudio. Ante unas gradas con público un albañil se dedica a levantar paredes que luego derrumbará, una operaria monta objetos en unas cajas que vacía luego, un carnicero despieza animales, una costurera cose…

La descripción de los trabajos manuales de todos los implicados ocupa buena parte del libro. Al poco de llegar a Barcelona, hice una visita al zoo. Al lado de elefantes y jirafas había una sección de granja donde se exhibían animales tan normalitos como cerdos, vacas y gallinas. Yo venía de provincias y los había visto mil veces pero pensé que para los niños de ciudad una vaca era tan exótica como un elefante. Me da la sensación de que a los lectores de ahora el trabajo de albañil o de limpiar les resulta tan exótico como el de cirujano y de ahí que se tenga que describir. Pero para mí, que mi padre es albañil, mi madre costurera, y en general conozco bien los oficios que se describen, estas descripciones me han resultado tan aburridas como ver a las vacas en el zoo.

Mira que me gusta poco decir eso de que a un libro le sobran páginas, pero las cosas interesantes -que las tiene, y muchas- se me han perdido entre tanto montar y desmontar. Y eso que empecé la lectura con ganas de que me gustara. Pero me ha aburrido un poco.

Recomendable, con reservas.

[…]de tensión y mala postura, no sólo frustrada por los pocos contratos conseguidos y que rebajarían sus ingresos mensuales; cuando además de todo eso salía del trabajo con otro malestar mayor, sintiéndose mala persona por haber estafado a personas en situación dramática, se desplomaba en un asiento del metro y en el reflejo de la ventanilla encontraba su sonrisa, todavía su sonrisa, pese a las ojeras y la mirada triste persistía esa sonrisa como una máscara que hubiese olvidado dejar sobre la mesa, junto a los auriculares, el ratón y los folios del guión; y al verse en el espejo del metro cambiaba bruscamente la expresión, hacía desaparecer la sonrisa como quien esconde una prenda de ropa con la que teme ser identificada por un perseguidor; miraba a quienes, como ella, viajaban en el metro con expresión agotada, hombres durmiendo el sueño que les faltó en la mañana por el madrugón, mujeres con el maquillaje agrietado y sucio tras tantas horas desde que salieron de sus casas, pies hinchados en los zapatos de quienes trabajan de pie; los miraba temiendo que entre ellos estuviese alguno de los desesperados a los que ese día había convencido de firmar un contrato de reunificación de deudas que les dejaría respirar brevemente pero que a medio plazo sería su tumba; temía que el trabajador que frente a ella revisaba unos papeles mordiéndose el labio inferior hubiese hablado con ella por teléfono el día antes, y que al mirarla ahora, al ver su sonrisa rígida, la identificase y le pidiese explicaciones por no haberle dicho toda la verdad, por haberle ocultado información, por haberle dado facilidades y haber grabado la conversación para que tuviera validez de contrato y ya no hubiera posibilidad de rectificación. Lo mismo le ocurrió hace medio año, cuando por la calle la abordó un hombre al que inicialmente no reconoció, un boliviano con expresión furiosa que le preguntó si ella era quien él creía, si ella era la chica de la inmobiliaria que un año antes había ido repartiendo sonrisas, octavillas y tarjetas de contacto a la obra donde él y otros compatriotas trabajaban, y que con simpatía y un punto de seducción le convenció de comprar un piso con unas condiciones irresistibles: es muy sencillo, tú ahora estás pagando setecientos euros de alquiler, pues por sólo un poco más, por ochocientos mensuales, pagas la hipoteca y tienes un piso en propiedad, así cuando te vuelvas a tu país lo vendes y le sacas el doble de lo que ahora vale, con eso en tu país eres el rey del mambo, y encima el crédito te cubre el ciento veinte por ciento, tienes para lo que necesites ahora, para quitarte trampas, para enviar a tu familia, para darte un capricho. Eres tú la que me vendió el piso, verdad, le preguntó el hombre agarrándola con fuerza por el brazo, pero ella lo negó, se mostró convincente en su negativa, con la misma persuasión con que en otros momentos había vendido contratos telefónicos, detergentes industriales, préstamos o pisos a inmigrantes con condiciones que no podrían afrontar en cuanto se quedasen sin trabajo. Ella aseguró no ser la persona que él decía, no sabía de qué le hablaba, ella no vendía pisos, y para vencer al miedo que le encogía el estómago se mostró firme, como no me sueltes grito, y él fue aflojando la presión del brazo hasta dejarla ir, sin poder contarle todo lo que llevaba preparado para el día que se la encontrase: que todo se había hundido, que había perdido el trabajo y tras cinco meses pidiendo prestado a compañeros y familia dejó de pagar la hipoteca hasta perder la vivienda, y aun así mantenía una deuda de más de ciento sesenta mil euros con un banco con el que nunca firmó un papel, en cuya oficina nunca puso un pie.

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