Recibà este libro como regalo por una sesión de cuentos, lo leà hace dos años y ya va siendo hora que lo reseñe. Incluye los siguientes cuentos:
Una estación de amor
El solitario
La muerte de Isolda
La gallina degollada
Los buques suicidantes
El almohadón de plumas
A la deriva
La insolación
El alambre de púas
Los Mensú
Yaguai
Los pescadores de vigas
La miel silvestre
Nuestro primer cigarro
La meningitis y su sombra
De los que destacarÃa La gallina degollada, un relato realmente escalofriante sobre una familia con cuatro hijos con deficiencia mental y una niña. También desasosegante es El almohadón de plumas. Los dos figuran en muchas antologÃas (por ejemplo aquÃ: Tiemble después de haber reÃdo).
Los pueden leer gratis aquÃ: Quiroga, y una buena reseña con resumen de todos los cuentos en la wikipedia: Cuentos de amor, de locura y de muerte.
Calificación: En general, muy bueno.
Un dÃa, un libro (304/365)
LA GALLINA DEGOLLADA
Todo el dÃa, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. TenÃan la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvÃan la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allà se mantenÃan inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenÃan fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reÃan al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegrÃa bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvÃa eléctrico. Los ruidos fuertes sacudÃan asimismo su inercia, y corrÃan entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrÃo letargo de idiotismo, y pasaban todo el dÃa sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenÃa doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habÃan sido un dÃa el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoÃsmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Asà lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocÃa más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos dÃas los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habÃan ido del todo; habÃa quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡SÃ!… ¡SÃ! —asentÃa Mazzini—. Pero dÃgame: ¿Usted cree que es herencia, que?…
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creÃa cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allà un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetÃan, y al dÃa siguiente amanecÃa idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedÃan más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabÃan deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugÃan hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veÃan colores brillantes u oÃan truenos. Se reÃan entonces, echando afuera lengua y rÃos de baba, radiantes de frenesà bestial. TenÃan, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacÃan sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual habÃa tomado sobre sà la parte que le correspondÃa en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habÃan nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio especÃfico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto habÃa la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —dÃjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrÃas tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oÃdo.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta as� —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —murmuró.
—¿Qué, no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te querÃa decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unÃan con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació asà una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos lÃmites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz habÃa llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. HabÃan acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertÃa afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habÃanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenÃan por la mutua falta de éxito; ahora que éste habÃa llegado, cada cual, atribuyéndolo a sà mismo, sentÃa mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habÃale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestÃa, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el dÃa sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.
De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrÃo y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
HacÃa tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?…
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo, jamás, te hubiera creÃdo tanto a ti. . . ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡SÃ, te oà algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, vÃbora, has dicho lo que querÃas!
—¡SÃ, vÃbora, sÃ! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡VÃbora tÃsica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, vÃbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión habÃa desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.
Amaneció un espléndido dÃa, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenÃan, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenÃan tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El dÃa radiante habÃa arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta habÃa aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquÃ, en la cocina.
Berta llegó; no querÃa que jamás pisaran allÃ. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podÃa evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, MarÃa! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habÃan movido en todo el dÃa de su banco. El sol habÃa traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, querÃa observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. QuerÃa trepar, eso no ofrecÃa duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hÃzole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio , y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se habÃa animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada lÃnea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraÃda.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se habÃa desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oÃr la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oÃdo, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Bertita a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se habÃa lanzado corriendo a su vez al oÃr el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lÃvido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
2 comentarios
Horacio Quiroga. Lo tengo en la lista pero todavÃa no lo he comprado. Ya veo que los libros acabaran conmigo…
Acabaran con nosotros 🙂