Félix María Samaniego. 22 cuentos picantes.

marzo 2, 2009

AMG editor, 1998. 100 páginas.

Félix María Samaniego, 22 cuentos picantes
Picardías en verso

Félix María Samaniego es bien conocido por sus fábulas. ¿Quién no conoce la historia de La cigarra y la hormiga o el cuento de la lechera? O los famosos versos:

A un panal de rica miel
dos mil Moscas acudieron,
que por golosas murieron
presas de patas en él.
Otra dentro de un pastel
enterró su golosina.

Así, si bien se examina,
los humanos corazones
perecen en las prisiones
del vicio que los domina.

Lo que no es tan conocido es que escribió un libro, El jardín de Venus de tono menos moralista y más procaz. Este libro es una selección de las 22 mejores historias de ese jardín. También en verso descubrimos que los conventos no son lo que parece, que los frailes son capaz de echar más de once descargas o que los miedos de las doncellas al desmedido tamaño no son para tanto.

Son muy divertidas, en una época en la que ya no hay miedo de llamar a las cosas por su nombre siempre es agradable ver diferentes y recatadas maneras de llamar a lo mismo. No importa el nombre, sólo la pasión y el humor de una colección de versos que contrasta con el carácter fuertemente moralista de sus obras más famosas.

Lo mejor, que al estar libre de derechos lo pueden descargar libremente. Está en nuestra sección de libros gratis junto con sus fábulas: Samaniego o más directamente aquí: Jardín de Venus.

Y para muestra, un botón:


EL RECONOCIMIENTO

Una abadesa, en Córdoba, ignoraba
que en su convento introducido estaba
bajo el velo sagrado
un mancebo, de monja disfrazado;
que el tunante, dormía,
para estar más caliente,
cada noche con monja diferente,
y que ellas lo callaban
porque a todas sus fiestas agradaban,
de modo que era el gallo
de aquel santo y purísimo serrallo.

Las cosas más ocultas
mil veces las descubren las resultas
y esto acaeció con las cuitadas monjas,
porque, perdiendo el uso sus esponjas,
se fueron opilando
y de humor masculino el vientre hinchando.

Hizo reparo en ello por delante
su confesor, gilito penetrante,
por su grande experiencia en el asunto,
y, conociendo al punto
que estaban fecundadas
las esposas a Cristo consagradas,
mandó que a toda prisa
bajase al locutorio la abadesa.

Ésta acudió al mandato
por otra vieja monja conducida,
pues la vista perdida
tanía ya del flato,
y al verla, el reverendo,
con un tono tremendo,
la dijo: -¿Cómo así tan descuidada,
sor Telesfora, tiene abandonada
su tropa virginal?; pero mal dije,
pues ya ninguna tiene intacto el dije.
¿No sabe que, en su daño,
hay obra de varón en su rebaño?
Las novicias, las monjas, las criadas….
¿lo diré?, sí: todas están preñadas.

-¡Miserere mei, Domine!- responde
sor Telesfora-. ¿En dónde
estar podemos de parir seguras,
si no bastan clausuras?
Váyase, padre, luego,
que yo hallaré al autor de tan vil juego
entre las monjas. Voy a convocarlas
y con mi propio dedo a registrarlas.

El confesor marchóse:
subió sor Telesfora, y publicóse
al punto en el convento
de las monjas el reconocimiento.

Ellas, en tanto, buscan presurosas
al joven, y llorosas
el secreto le cuentan
y el temor que por él experimentan.

-¡Vaya! No hay que encogerse,
-él dice-. Todo puede componerse,
porque todas estáis de poco tiempo.
Yo me ataré un cordel en la pelleja
que cubre mi caudal cuando está flojo;
veréis que me la cojo
detrás; junto las piernas, y la vieja
cegata, estando atado a la cintura,
no puede tropezar con mi armadura.

Se adoptó el expediente,
se practicó, y las monjas le llevaron
al coro, donde hallaron
la abadesa impaciente
culpando la tardanza.

En fin, para esta danza
en dos filas las puso;
las gafas pone en uso
y, una vela tomando
encendida, las iba remangando.

Una por una, el dedo les metía
y después -No hay engendro- repetía-.

El mancebo miraba
lo que sor Telesfora destapaba,
y se le iba estirando
el bulto, y el torzal casi estallando;
de modo que tocándole la suerte
de ser reconocido,
dio un estirón tan fuerte
que el torzal consabido
se rompió y soltó al preso
al tiempo que lo espeso
del bosque la abadesa lo alumbraba;
y así, cuando para esto se bajaba,
en la nariz llevó tal latigazo
que al terrible porrazo
la vela, la abadesa y los anteojos
en el suelo quedaron por despojos.

-¡San Abundio me valga!,
-ella exclamó-. ¡Ninguna de aquí salga,
pues ya, bien a mi costa,
reconozco que hay moros en la costa!

Mientras la levantaron
al mancebo ocultaron
y en su lugar pusieron
otra monja, la falda remangada,
que, siendo preguntada
de con qué a la abadesa el golpe dieron,
le respondió: -Habrá sido
con mi abanico, que se me ha caído.

A que la vieja replicó furiosa:

-¡Mentira! ¡En otra cosa
podrán papilla darme,
pero no en el olfato han de engañarme,
que yo le olí muy bien cuando hizo el daño,
y era un
dánosle hoy de buen tamaño!

2 comentarios

  • Seikilos marzo 9, 2009en1:39 pm

    ¡Muy divertido!

  • Palimp marzo 9, 2009en2:08 pm

    La verdad es que sí. Leyéndolo me reí mucho.

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