Esther Tusquets. Pequeños delitos abominables.

mayo 27, 2020

Esther Tusquets, Pequeños delitos abominables
Ediciones B, 2010. 306 páginas.

En palabras de la autora:

«En este libro planteo (a veces con desenfado y a veces con absoluta seriedad, pues hay algunos temas que no puedo tomarme a la ligera) una serie de cuestiones cotidianas —que no suelen ser tratadas en los libros, ni siquiera en los medios de comunicación—, donde se muestra, entre otros muchos delitos más o menos abominables, la mala educación, la falta de sensibilidad y de sentido del ridículo, el egoísmo, la indiferencia ante el dolor ajeno, la tacañería, la vanidad, el arribismo y la incultura.»

Opiniones de la autora sobre un montón de temas de comportamiento social y humano mezclado con recuerdos -algunos bastante sabrosos- y con los que en general he estado de acuerdo. Me pareció un libro delicioso.

Otros comentarios: Pequeños delitos abominables y Pequeños delitos abominables.

Recomendable.

Para que valoremos la bondad —la verdadera bondad, que, al igual que el verdadero amor, no cabe confundir con la bobería, sino que requiere en los humanos (el amor de los animales discurre por cauces distintos) una dosis considerable de inteligencia— deben transcurrir años, tenemos que haber descubierto que sin la presencia de algunos «hombres buenos» la vida en este inhóspito planeta que nos ha caído en suerte sería intolerable, pues sólo ellos mantienen la comprensión, el interés por los demás y la generosidad que posibilitan la
convivencia humana y la supervivencia de los menos fuertes.
Otro recurso empleado por los amigos para demostrarte (y demostrarse) que no son incondicionales, que su afecto no es ciego en absoluto, que conocen al dedillo tus defectos, es emitir juicios negativos sobre ti o sobre tu conducta. A menudo emplean una muletilla que justifica lo que vendrá a continuación (muletilla que te llena dí temores y debiera impulsarte a escapar con cualquier pretexto, o sin pretexto ninguno, de la habitación): «Con la verdad por delante…»
La verdad goza de un gran prestigio, es enormemente valorada entre nosotros, parece justificarlo todo. «Lí verdad ni hiere ni ofende», reza un dicho castellano. ¡Que disparate! Todos sabemos que nada hiere ni ofende tanto como la verdad. La verdad tiene un enorme poder d< fascinación, pero es, al mismo tiempo, enormemente peligrosa. Hay que dosificarla, hay que administrarla con pinzas o con cuentagotas, y es aconsejable tener a mano un buen antídoto por si se produce una emergencia. Soi pocos los humanos con suficiente coraje para asumir la verdad, sobre sí mismos y sobre su vida. «Conócete a ti mismo» es un consejo temerario. Lo habitual es que cad; uno se invente su propia vida, que poco tiene que ver con su pasado real, y que aquellos que conocemos bien es< pasado demos por buena su versión, no vayan ellos i cuestionar la nuestra… En las reuniones «generales», de varios cursos o d todo el centro, los padres se quejan de la comida, o de h clases de inglés, o de las deficiencias del gimnasio. Pero en la primera reunión general a la que asistí, en el Liceo Francés, el director abrió la sesión con un breve y categórico discurso que imposibilitaba cualquier debate posterior. Había recibido muchas quejas anónimas por caí ta, dijo, pero estaba claro que había en Barcelona otro muchos colegios, de modo que, si algo no les gustaba allí no tenían más que largarse y dejar lugar para los miembros de la interminable lista de espera. Eso sí que es ahorrar tiempo y coger el toro por los cuernos... Me dejó helada, pero también me había dejado helada saber que muchos padres —o algunos padres, lo mismo da— escribían al director cartas anónimas. El director del Liceo Francés tampoco creía, con Maitena, que las reuniones de padres fueran provechos; ni que aportaran solución a nada; seguro que también parecían un coñazo, aunque al pobre no le quedara otro remedio —gajes del oficio— que asistir a ellas. Una de mis amigas, bellísima (en realidad una de esa: guapas que no saben que lo son), pero con cierta tendencia a engordar y preocupada siempre por su sobrepeso —obsesionada por saber en todo momento si estaba gorda u obesa, lo cual marca al parecer una crucial diferencia-empezó un buen día a adelgazar, hasta alcanzar tal grado de depauperación que parecía haber escapado el día anterior de un campo de exterminio. Pero, ante mi estupor todos la felicitaban por su pérdida de peso y por su bu aspecto. Decían que estaba guapísima (imposible disociar la delgadez de la belleza) y yo pensaba «te estás muriendo». Aunque era evidente que estaba enferma, nadie creyó hasta que fue al médico, que diagnosticó el caso muy grave, le impuso un tratamiento de caballo y advirtió que, si adelgazaba un gramo más, habría que internarla. Vivimos en una sociedad donde se identifica la delgadez con la belleza. Lo di) o la duquesa de Windsor. «Nunca se es demasiado rico ni se está demasiado delgado lo hemos dado por bueno.

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