Carmen Martín Gaite. Usos amorosos de la postguerra española.

noviembre 30, 2020

Carmen Martín Gaite, Usos amorosos de ls postguerra española

Ensayo continuación del mismo estudio que hizo la autora sobre el siglo XVIII. En este caso explicando las desventuras amorosas en una postguerra dominada por una religión asfixiante y una opresión sobre las mujeres desmesurada. Por ejemplo:

La mujer de España, por española, es ya católica —leemos en un texto de la época—… Y hoy, cuando el mundo se estremece en un torbellino guerrero en el que se diluyen insensiblemente la moral y la prudencia, es un consuelo tener a la vista la imagen «antigua y siempre nueva» (el entrecomillado es mío) de esas mujeres españolas comedidas, hacendosas y discretas. No hay que dejarse engañar por ese otro tipo de mujer que florece en el clima propicio de nuestra polifacética sociedad, esa fémina ansiosa de «snobismo» que adora lo extravagante y se perece por lo extranjero. Tal tipo nada tiene que ver con la mujer española y, todo lo más, es la traducción deplorable de un modelo nada digno de imitar

Aunque ante tanta obligación de ser sumisa, complaciente y siempre dispuesta para el varón algunas eran capaces de hacer algún gesto rebelde:

En mi juventud oí contar, dándolo por cierto, el caso de una señorita —no sé si de Palencia o de Valladolid—, que le había aguantado al novio tal cantidad de desaires y de humillaciones que nadie se explicaba cómo no lo mandaba a paseo. Impertérrita ante las críticas de los familiares y los consejos de las amigas, apuró sin embargo hasta las heces el cáliz de aquel noviazgo y logró finalmente, a base de pertinacia y disimulo acerca de sus verdaderos planes, vestirse de tules blancos y recorrer solemnemente el camino hasta el altar a los sones de la marcha nupcial de Mendelssohn. Una vez concluida la ceremonia y conseguido ante testigos el «sí» que pronunciaron los labios de su prometido, cuando le tocó a ella el turno de contestar si lo quería por esposo, se hizo un silencio expectante. «¡No, señor!», se la oyó pronunciar al fin con voz segura y bien timbrada, dirigiéndose al cura. Y, volviéndose acto seguido a todos los circunstantes que llenaban la iglesia, añadió con énfasis, haciendo un gesto teatral que los abarcaba con la mano: «¡Y si he llegado hasta aquí, es para que sepan todos ustedes que si me quedo soltera es porque me da la gana!». Dicho lo cual, se agarró la cola del vestido de novia con la mano derecha y desanduvo con taconeo resuelto el camino que la había llevado hasta el tribunal de Dios para dirimir su juicio ante los hombres.

Pero en general la mujer tenía que estar infantilizada, no superar nunca a su marido e incluso, aunque tuviera una carrera, aspirar a ser ama de casa:

Incluso cuando habían llegado a ejercer una carrera de categoría, la tomaban como algo provisional. Su verdadero ideal era otro. O al menos eso es lo que decían de forma casi unánime.

Isabel Ribera, médico odontólogo, que, de acuerdo con la descripción que hace de ella la entrevistadora de El Español, despedía «un penetrante aroma de feminidad exquisita», opinaba en 1943 que:

… ninguna prefiere ejercer una profesión a estar en su casa como reina y señora de ella con su marido y sus hijos. Pero la vida moderna —añadía como disculpándose— tiene una complejidad y un ritmo que nos arrastra fuera del hogar. Y bien mirado, ¿y las que no encuentran a su príncipe?

Por las mismas fechas, Ernestina Romero, jefe de una sección de cables, dijo que:

Una profesión es ideal para una mujer soltera. Una vez casada, ya es otra cosa.

Más tajante todavía era en sus declaraciones la abogado madrileña María Teresa Segura:

Me encanta la carrera, pero me encanta más casarme. La mujer no tiene más misión que el matrimonio. ¡Estaría bonito!

Y hasta una mujer que había llegado a ser ingeniero industrial, María P. Careaga, afirmaba rotundamente que

la profesión, podemos llamarla así, específica de la mujer es su vida de casa[18].

Los hombres podían echar unas canas al aire, sobre todo en el ámbito de la prostitución pero ¡ay de la que tivera un descuido!

El terror a ponerse en evidencia se aliaba con la noción del pecado. Aparte de eso, existía la convicción, respaldada por la sabiduría popular, de que el hombre acababa despreciando a la mujer que se rendía a sus insistentes requerimientos de intimidad. «El que en la calle besa, en la calle la deja», rezaba un refrán que estaba en boca de todas las madres. Hace poco me contaron el caso de un chico andaluz bastante tímido con las mujeres, que se echó por fin novia. Cuando al cabo de dos años un amigo suyo (el mismo que me ha narrado la anécdota) volvió a encontrárselo y le preguntó que qué tal le iba el noviazgo, el interesado bajó la cabeza y declaró que se había visto obligado a romper con aquella chica. «¿Por qué?», le preguntó el otro intrigado. «Pues ya ves, porque le toqué una teta y se dejó», fue la respuesta.

Retrato de una época que, por suerte, hemos dejado muy atrás. Y esperemos que no vuelva.

Recomendable.

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