Pepitas de calabaza, 2021. 144 páginas.
Crónica de la emigración por el hambre de Galicia a Cuba de cientos de muchachos que luego fueron prácticamente esclavos en las plantaciones de azúcar. A través de los ojos del protagonista sufrimos la miseria, el hambre, lo duro de la travesía, las enfermedades y el desengaño.
Escrito con un lenguaje poético que capta a la perfección el ambiente desolador de una emigración forzada en la que, después de pasar mil penalidades, solo obtuvieron un horror. Basado en un suceso real que se ha repetido en otras ocasiones pero con los mismos protagonistas: gente desesperada por sobrevivir a la que se le promete un futuro mejor.
Muy bueno.
José el Comido. Las aldeas son crueles y distintivas, como los dioses. No es por maldad, sino por un afán clasificador casi enfermizo, una necesidad de dar nombre a las cosas. Ojalá fuese así siempre, ojalá todo se nombrase por su aspecto y vivir en un mundo de referencias inmutables, pero no: el bien y el mal y Dios y el demonio siguen cruzándose y uno ya no sabe. Uno nunca sabe.
José el Comido hasta hace dos semanas tenía un hijo. La criatura fue víctima de unas fiebres malas, mandaron llamar a una curandeira de Porrino que le puso las manos y le dio unas friegas. El angelito murió esa noche. Uno nunca sabe qué es bueno y qué es malo; por eso, José se marcha y deja a la mujer con el vientre y la casa vacíos. Ni hijo, ni marido. José se iba a trabajar al azúcar para alimentar a su familia, no quería marchar a Portugal donde solo hay miseria, pero la criatura ya no vive y ahora marcha como quien huye de la peste. José el Comido huye de la peste. Por eso piensa que a veces lo bueno es malo y lo malo es bueno, que en realidad nunca se sabe. Las personas somos así, los animales no tienen dilemas.
José el Comido tiene un gemelo. Un hermano idéntico al que no atacó un cerdo porque en ese momento la madre lo tenía en brazos, acertó solo a darle una patada en los hocicos y dejarlo ir con la carne del otro niño entre los dientes. Cuando llegó el tiempo de la matanza, la madre lavó las tripas del animal con miedo a encontrarse aún los pedazos y no probó bocado; decía que era como comerse a su criatura. Las madres son capaces de ver en todo el reflejo de sus hijos, hasta en el intestino de un puerco muerto. José habría preferido perder un dedo que una oreja y parte de la cara; las manos pueden llevarse en los bolsillos pero la cara va descubierta, y ver a su hermano con la misma faz pero sin mordisco le recordaba cada día lo que él habría podido ser. Guardaba rencor a su madre porque no lo cogió en brazos y ella, como si cumpliese una penitencia, no volvió a comer cerdo. Uno nunca sabe qué es lo bueno.
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