Andrés Barba. República luminosa.

noviembre 14, 2018

Andrés Barba, República luminosa
Anagrama, 2017. 190 páginas.

En la pequeña ciudad de San Cristóbal han aparecido como de la nada unos niños medio violentos, de los que nadie sabe nada, ni siquiera dónde malviven. Tras algunos sucesos luctuosos toda la ciudad exigirá que la alcaldía tome cartas en el asunto, sobre todo desde que empiezan a desaparecer otros niños.

Me ha costado entrar en la trama, sobre todo porque venía cargado de buenas expectativas que no se han visto colmadas. La prosa excelente, nada que objetar a la construcción del libro, pero la lectura me ha dejado algo frío. Incluso algunos acontecimientos los iba previendo antes de que ocurrieran.

El final, sin embargo, me ha redimido la novela que finalmente no ha sido lectura desaprovechada, aunque menos luminosa de lo que esperaba.

Se puede leer.

Todo se resiste a la muerte, pensé, desde la larva hasta la secuoya, desde el río Eré hasta la termita. No moriré, no moriré, no moriré parece ser el único grito real de este planeta, la única fuerza verdaderamente segura. Lo demostraba aquella perra, Moira, con el simple movimiento de su cola al recibirme, lo demostraba la niña dormida en la habitación, la atención de Maia cuando le conté lo que había sucedido al llegar al dormitorio, la luz concentrada de la inteligencia en los ojos de mi mujer. Y mientras lo hacía sentía con furia la necesidad de ese grito elemental -no moriré, no moriré, no moriré…-, me parecía que algo pasaba sobre nosotros, por encima de Maia y de mí, algo semejante a un bien. Pero ni siquiera esa energía benéfica conseguía aplacar el nerviosismo del grito.
Le conté con detalle la pelea de la plaza Casado.
Le dije que esa noche había extorsionado al director de El Imparcial y también que al amanecer comenzaría la batida y que estábamos decididos a acabar con el asunto de una vez por todas.
Maia me dijo que cerrara los ojos y tratara de descansar. La miré sin decir nada. En medio de la oscuridad tenía unos ojos negros con una enorme pupila ciega, como los recién nacidos. Me pareció que de algún modo incomunicable estaba orgullosa de mí, pero por razones que estaban lejos de ser obvias y que, como siempre, no tenía intención de decirme. Sentí de pronto el cansancio de aquel día, pero cuanto más inmóvil estaba todo a mi alrededor tanto más fuerte me parecía que resonaba aquel grito. Maia me puso la mano en la espalda, tumbada de costado junto a mí. Un gesto sencillo que hacía siempre que quería tranquilizarme.

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