Alberto Ruy Sánchez. Los nombres del aire.

abril 21, 2020

Alberto Ruy Sánchez, Los nombres del aire
Alfaguara, 2004. 114 páginas.

Novela sobre el deseo femenino ambientada en un lugar imaginario similar a Marruecos, con un lenguaje poético muy cuidado pero con una historia que me dejó completamente frío. Creo que no hay nada peor para un libro que hace gala de erotismo.

Aquí una reseña: Los nombres del aire y seguramente saqué la recomendación de aquí: Los nombres del aire, antes de darme cuenta de que las recomendaciones del país se limitan a su escudería y no separan el grano de la paja.

Se deja leer.

El coro de dragones es algunas veces rugido y otras alegría de la ciudad, es también su lamento, su más hondo canto. Para los marinos que a lo lejos lo oyen es el anuncio de que la carne por fortuna es débil, y de que sus inquietudes, que hace poco eran ambiguas e inconsistentes, tomarán ahora un cuerpo deleitable; como almas que vagaron puras y perdidas y que, por un descuido de su destino, reencarnan gozosas en un momento de lujuria verdadera. En Mogador, los frágiles deseos de uri marino, de una mujer en su ventana, de un extranjero, de un vendedor de pescado, siempre parecen tomar cuerpo cuando los canta el coro de dragones; y son como una ráfaga de viento que al golpear el agua de un estanque se hace piedra, y al hundirse se hace pez, y al saltar sobre la superficie vuela como un ave que en el viento de nuevo se desvanece.
Caminando por la parte más alta de la ciudad, Fatma se detenía cada vez que un viento ligero agitaba el velo rojo que le cubría la espalda. Cuando el viento cesaba, un silencio profundo que duraba sólo un instante parecía querer decirle algo. Luego salían a flote los murmullos de la calle, voces perdidas, objetos golpeados, ladridos y campanas, quejidos, risas y pasos; muchos pasos que se mezclaban con el lejano rugido de las olas. Llegaba de nuevo el viento haciendo de todo silbido y, otra vez, el silencio diminuto se metía hasta los huecos de la mente, entrando por la parte más blanca de los ojos. Ya estando ahí, convencía a cualquiera de que todas las cosas están vivas. »
Sin darse cuenta, Fatma acariciaba cualquier objeto que tuviera a su alcance; una piedra lisa, una
cinta bordada, un arete en filigrana, una hoja de olivo. Inclinaba suavemente entre las yemas hacia cualquier tejido, como si pudiera adivinar algo en él con sus manos. En cada cosa sentía la fuerza de vidas anteriores que no habían alcanzado otro cuerpo para reencarnar; y entre sus dedos algo herido, como un sexo de las cosas, hablaba.
Fatma levantó la vista hacia uno de los dragones, que parecía descansar en la muralla de su vuelo circular sobre la ciudad, y pensó que a ella también el viento cargado de voces se le había metido entre las piernas, y la iba inflando de dulces que muy pronto le reventarían por la boca. Pero entre las voces que se habían abierto camino en el laberinto de su cuerpo, una sola lo humedecía, una era la que había sabido abrir las puertas secretas del sexo y su imaginación.
Era una voz de mujer, la de Kadiya, escondida entre todos los ruidos de la ciudad, la que ahora obligaba a Fatma a oír con detenimiento el quejido de todas las cosas. Y el caracol vacío de su oído, como el del sexo, se le abría para recibir las palpitaciones, los murmullos inquietos de la piel del aire.

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