Meri Gil. Cómo llegué a odiar a mis compañeros de piso.

julio 18, 2012

Meri Gil, Cómo llegué a odiar a mis compañeros de piso
Diábolo, 2009. 108 páginas.

No sé como aterricé en el blog de Meri Gil, pero fue un día de suerte. Aunque se prodiga poco sus entradas me hacen reir más de una vez y además ha publicado esta mezcla entre libro y comic donde relata sus experiencias con sus compañeros de piso.

En las novelas del XIX y la postguerra aparecían las pensiones. Ahora tenemos los pisos compartidos, donde quien estudia o no tiene dinero para pagar un piso propio convive de mejor o peor manera con otros en su misma situación. Es una especie de familia ajena disfuncional en la que como en la propia te puede tocar de todo, con la suerte de que si te han tocado malas cartas, puedes probar suerte en otro piso.

Yo he vivido 13 años de esta manera, y aunque he tenido mucha suerte, porque mis dos primeros compañeros de piso eran -y son- de lo mejor, cuando me cambié de ciudad también he tenido mi cupo de cosas raras. Por eso he disfrutado doblemente con las historias que Meri nos cuenta aquí, una por que son graciosas -y alguna me ha arrancado una carcajada- y otras porque me he sentido identificado.

Una única pega; hay bastantes erratas. Aunque la autora en su blog ya avisa que el suyo es un espacio pro-faltas de ortografía, en la editorial tendrían que haber pegado un repasillo.

No sé si será fácil conseguir un ejemplar (yo lo encontré en la biblioteca), pero merece la pena. Se puede hacer antropología urbana con una sonrisa en la boca.

Calificación: Muy bueno.

Un día, un libro (321/265)

Extracto:
La paloma fantasmal

Ese piso era una mierda. Igualito al que sale en un conocido anuncio donde, dos hermanas, se disponen a limpiar la basura que ha dejado un centenar de cerdos con diarrea. ¿Quién puede ser tan burro como para meterse en un antro como ese? Ah, claro, Sara y yo.

Hace unos años nos la colaron bien colada. Una agencia, de la que hablaré en profundidad más adelante, nos cedió un piso sucísimo con la promesa de que vendría una señora a darle un buen repaso. O la señora vino ciega de vino, o no se entiende, porque allí nadie había pasado un triste paño desde que Aníbal cruzó los Alpes.

Lo que daba más asco era la cocina. El paño de secar los platos, que aún estaba ahí de los anteriores inquilinos, se había podrido. Pegaba una peste que echaba para atrás, aunque eso no era nada comparado con el hedor que soltó cuando lo levantamos. Ahí descubrimos que se había desarrollado la sociedad más avanzada y pacifica que habrá en toda la historia; los gusanos se habían hecho amigos de los bichos y juntos vivían en armonía sin molestar a las bacterias. En un solo zas toda su civilización se fue al carajo. Lo lamento, nunca podremos estudiar esa comunidad para llegar a conocer el secreto de la armonía entre los pueblos y, por culpa de eso, toda la humanidad será infeliz por los siglos de los siglos.
Nos pasamos casi una semana entera limpiando, y más tiempo que le hubiéramos dedicado si no fuera porque nos dimos cuenta que la roña estaba tan incrustada como la misma pintura. No nos quedó más remedio que hacernos a la idea de que la nevera tendría siempre unas manchas amarillas, los muebles termitas y que el suelo nunca reflejaría la luz del sol.

Ese piso aún nos reservaba una última sorpresa. Amaneció un día claro de Octubre, las nubes estaban esponjosas y los pajaritos cantaban. Cantaban porque al menos uno de ellos, una paloma hija de puta, había dejado un sello blanquecino encima de nuestra encimera de la cocina.

El misterio estaba servido, ¿cómo había podido llegar eso ahí con todas las ventanas cerradas? ¡Quizás era el fantasma de una paloma cagona! Pensamos en escribir a Iker Jiménez a ver si nos ayudaba a saber si se trataba de un espíritu errante, un poltergeist o un ectoplasma.

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