Jenn Díaz. Belfondo.

diciembre 19, 2011

Principal de los libros, 2011. 160 páginas.
Jenn Díaz, Belfondo
Isla

Me lo dejó una amiga con la siguiente indicación: Léetelo con cariño (no fue exactamente así, pero bueno). Y cariño es el que se respira en estas páginas.

Belfondo es un pueblo aislado del tiempo, donde el amo de la fábrica hace y deshace sobre las vidas grises de sus ciudadanos. Vidas que conforman diferentes historias que, como cuentos antiguos, relata la autora. El ciego que se convertirá en cura, la viuda que prepara arroz al sustituto de su marido, el poeta encargado de escribir los epitafios del pueblo o la prostituta que por veinte pesetas pone un poco de alegría en el monótono trancurrir cotidiano.

Olvídense de nocillas y demás, aquí se cuentan historias como antes, y con un añadido de ternura. Aunque algo se puede echar en falta, para ser una primera novela no está nada mal; a mí me ha gustado.

Calificación: Bueno.

Un día, un libro (110/365)

Extracto:
La viuda
Domitilda siempre cuenta la misma historia. La ha contado tantas veces que ya nada tiene que ver con lo que ocurría de verdad.
¿Algunas historias ocurren de verdad, alguna vez?
Pero a nadie le importa. Domitilda es muy querida en Belfondo. Y, desde que es viuda, la primera viuda del pueblo, más todavía. Muchas madres dicen a sus hijos: he hecho un bizcocho con peladuras de limón, he cortado un trocito para Domitilda, anda, ve, llévaselo. Y los niños van a su casa, que es la que está en la esquina de la calle Frebli-na, tocan la puerta dos veces, toe, toe, y Domitilda les abre con una sonrisa. Más de una vez se han encontrado dos niños de camino a casa de Domitilda con dos platos cubiertos por un trapo. Y se preguntan qué llevan, porque si llevan lo mismo, entonces hacen una carrera a ver quién llega antes y, el que gana, le da a Domitilda lo que traía. Cuando vuelven a casa, se lo cuentan a su madre: un niño le llevaba una tortilla de patatas a Domitilda, mamá, la he visto y era enorme. Y las madres, desde sus casas, compiten por ganarse el cariño de Domitilda. Pero Domitilda las quiere a todas, independientemente de lo que le lleven.
¿Es de verdad ese amor puro de la viuda, será verdad que las quiere a todas, sin discriminación, ahí, en Belfondo? Cuando Domitilda se ha comido ya lo que le han llevado, lava el recipiente y lo pone a secar al sol, encima del muro que delimita su casa. A los días, los niños pasan por allí y buscan su plato o su bandeja y se la llevan de vuelta a casa. Se preguntan, entre ellos, cuánto ha tardado Domitilda en comerse lo que le llevaron y cuánto en lavarles su cacharro. Y compiten, también. Todos los de Belfondo quieren a Domitilda. Y pelean amablemente por ser sus preferidos. Sólo hay una cosa que nadie le prepara a Domitilda: el arroz. Una vez su vecina le preparó un arroz y nunca volvió a ver el plato en el que se lo entregó. A Domitilda le gustaba cocinarle arroz a su marido. Era de lo que más tenían en casa y prácticamente comían arroz todos los días. Por eso, desde que es viuda, Domitilda acepta todas las comidas menos una: ésa. Porque sólo ella podía preparar su propio arroz. Y el de su marido. Y ésa es la historia que Domitilda ha contado hasta la saciedad:
Su esposo trabajaba en la fábrica del amo y se iba de casa a las seis y media de la mañana, Domitilda se levantaba con él, aunque ella no trabajara en la fábrica, le preparaba la ropa que se iba a poner aquel día, uno de los tres uniformes que tenía, y después le decía adiós con la mano desde la ventana. Porque desde la casa de Domitilda, al estar en la esquina de la calle Freblina, se ve entera la fábrica y un poco del camino que lleva a ella. El marido se iba girando de vez en cuando y le decía adiós con la mano. Hasta que no desaparecía su figura, Domitilda no se movía de la ventana. La historia sigue: a la hora de comer, volvía a asomarse a la ventana, los de la fábrica acababan su tur-

no de mañana a la una y media, así que, cuando veía a su marido salir por la puerta, encendía el fuego y hervía el arroz. Ésa era la distancia que había desde la fábrica hasta la casa de la esquina de la calle Freblina: un arroz hervido.
El tiempo en Belfondo se cuenta como se puede.
Cuando su marido llegaba a casa, recién se había hecho el arroz y ella lo sacaba de la cazuela y lo ponía en un plato y después en la mesa, donde ya estaba sentado su marido con una sonrisa y la cara roja de bienestar y salud. La historia del arroz la conoce todo Belfondo y a todos les gusta escuchar cómo la cuenta Domitilda.
Pero murió el marido de Domitilda, el primer muerto del pueblo. Ella siguió levantándose a la misma hora, siguió asomándose a la ventana y diciendo adiós a nadie, siguió preparando para tres el arroz al mediodía, siguió poniéndolo a hervir cuando salían los trabajadores de la fábrica: del miedo que sintió al vacío, a unas nuevas costumbres, a otra vida. Pero, entre ellos, nunca estaba su marido. Y Domitilda no acababa de aceptarlo.
¿La muerte se acepta, qué se tiene que hacer con la muerte?
Como todos la querían y todos querían cuidar de ella, empezaron con los regalos. Una tarta, un plato de algo caliente, unas magdalenas, una tortilla de patatas. Pero jamás, nadie, excepto su vecina una vez, le preparó arroz. Todos estaban preocupados por Domitilda y todos buscaban una solución. De boca en boca corrió el rumor de que el amo iba a organizar una reunión con motivo de Domitilda. Así iba de casa en casa: con motivo de Domitilda, el amo organiza una reunión. Acudieron todos los de Belfondo porque todos querían mucho a la ya anciana Domitilda. El amo se puso en pie y, después de pedir silencio, dijo: tenemos que buscar una solución. Después de muchas propuestas que el amo dio por inútiles, llegaron a la que estaban buscando.
¿Y por qué no uno de los hombres del pueblo suplantaba al marido de Domitilda? No hacía falta que durmiera con ella ni ejerciera de marido, sólo tenía que pasar por las mañanas por delante de la casa que hay en la esquina de la calle Freblina, saludar con la mano a Domitilda tres o cuatro veces de camino a la fábrica y después, a la hora de comer, salir por la puerta y hacerle una señal y comer con ella un plato de arroz. Así Domitilda no se sentiría tan sola. El hijo, que estaba en la reunión, levantó la mano y dijo que su madre no estaba loca ni mucho menos tonta. Y que sabría que ese hombre no era su marido.
También sabría él que no era su padre. Lo sabría muy bien.
Entonces tuvieron que modificar un poco el plan: el amo acudiría a casa de Domitilda y le contaría algo que se pudiera creer. Todos confiaban entonces en el amo, todos le creían capaz de inventar una mentira adecuada para que ni Domitilda ni su hijo se ofendieran con el atrevimiento. Y, por primera vez y quizá por última, se sintieron orgullosos y algo seguros sabiendo que el amo de todos era capaz de inventar casi cualquier cosa con tal de salirse con la suya.
¿La suya era la de todos o era sólo de él?
Así que el amo acudió a casa de Domitilda y le dijo lo siguiente: verá, hay un hombre nuevo en la fábrica, un trabajador y, como sabe, a todos les doy una casa. Resulta que no me quedaban más viviendas cerca de la fábrica y he tenido que darle una de la calle Geturdo.
¿La calle Geturdo?, dijo Domitilda, eso está lejísimos.
Entonces el amo le explicó que, para que pudiera llegar a tiempo al turno de la tarde, que, que… el amo nunca se ponía nervioso y nunca le titubeaba la voz, siempre dominaba la situación, pero Domitilda despertaba mucha ternura entre todo el mundo y de pronto le vino un sentimiento de culpa: se acordó del marido de Domitilda. Porque el amo conocía muy bien a todos los habitantes de Belfondo. Siguió: he pensado que podría comer todos los días en su casa, Domitilda, para que después le dé tiempo de llegar al trabajo. No le supondrá ningún gasto, yo mismo mandaré que una ración al día de este trabajador pase a usted. Sólo le pido que le prepare la comida.
A Domitilda le parecía bien. Cómo no iba a parecerle bien. Así que, por las mañanas, el trabajador pasaba por delante de su casa y le decía adiós. Y, al acabar el turno de la mañana, iba a comer a su casa. Cuando salía de la fábrica, le hacía una señal a Domitilda, desde lejos, para que fuera preparando el arroz. Pero pasó algo que nadie esperaba: el trabajador siempre llegaba antes de que el arroz estuviera hecho.
¿Cómo se fía uno del tiempo en Belfondo, cómo puede?
Nadie se lo explicaba. Todos sabían, por todos era sabido, Domitilda siempre había contado que, cuando su marido salía de la fábrica, ella ponía el arroz y, al llegar, recién estaba hecho. Entonces, ¿cómo era posible que el trabajador tardara tan poco? Porque el trabajador tardaba poquísimo. Domitilda, cuando lo veía entrar por la puerta, le decía: tienes que ir más lento, mi marido no andaba tan a prisa como tú, llegaba recién estaba hecho el arroz. Todos le pedían que fuera más despacio. Y algunos hombres cambiaban su ruta hacia su casa para acompañarlo y entretenerlo por el camino. Pero siempre, siempre, llegaba antes. No se entendía. Durante mucho tiempo no se entendía. Pero se entendían, al fin, tan pocas cosas. Hasta que una tarde se acercó una mujer al trabajador que comía en casa de Domitilda y se lo explicó: el marido de Domitilda, por el camino, se entretenía más de la cuenta. Tú me entiendes, le dijo la mujer. Pero él no entendía nada. Aquella mujer era la prostituta de Belfondo y el marido de Domitilda se veía con ella al acabar el turno de mañana. Por eso, cuando salía de la fábrica, siempre tardaba más que el resto, por eso a Domitilda le daba tiempo de cocinar el arroz y por eso aquel hombre siempre llegaba antes de tiempo. Por supuesto de eso no se tenían que enterar ni Domitilda ni su hijo. Pero el resto de Belfondo sí se enteró. Y lo guardó como un secreto de todos, intocable a los ojos de la viuda. Cuando el trabajador lo contó en la fábrica, preguntó qué podía hacer. Y todos lo tenían claro: entretente tú también con Beremunda la veinte pesetas. Que así se llamaba aquella mujer, así la llamaban, mejor dicho. Y así se hacía llamar también ella. Él no lo tenía tan claro. Que el marido de Domitilda se viera con Beremunda la veinte pesetas no significaba que él también tuviera que hacerlo. Pero siempre llegaba antes de que el arroz estuviera hecho. Siempre. Y Domitilda no dejaba de insistir en que debía ir más despacio. Al final se decidió:
Se iba a entretener.
Y aquélla era una manera de hablar que, por lo menos, no le hacía sentir violento y obsceno. Quedó con Beremunda la veinte pesetas, que eso era lo que le iba a costar, y se
entretuvo. Primero quiso explicarle que sólo lo hacía por Domitilda. Que, si había solicitado su compañía, era sólo por Domitilda y nada más que por Domitilda. Beremunda la veinte pesetas, sin escuchar sus excusas, le bajó los pantalones sin habérselos desabrochado y lo dejó sin palabras. Se entretuvieron. Se entretuvieron un rato que duró veinte pesetas. Beremunda, al irse y dejarlo con los calzones aún por los tobillos, le dijo: ¿nos vemos mañana? Y el hombre pensó, aunque no lo dijo, que quería verla mañana y todos los días hasta el de su muerte. Dijo que sí, con fingida indiferencia, se subió los pantalones y se dirigió hacia la casa de Domitilda. Cuando llegó a la calle Freblina, el olor a arroz hervido salía por la ventana desde la que Domitilda le decía adiós por las mañanas. Cuando entró a la casa, convencido de que el plato ya estaría en la mesa, se la encontró vacía. Desde la cocina Domitilda decía lo de todos los días: tienes que ir más despacio, hijo, mucho más despacio, mi marido no iba tan a prisa como tú. Aunque hoy, mira, has llegado un poquitín más tarde y ya está casi listo. Que al trabajador aún le quedaban muchos días de entretenerse para llegar al nivel del marido de Domitilda. Siendo virgen, cuánto tiempo esperaba durar con Beremunda la veinte pesetas, una profesional.

2 comentarios

  • Cities: Moving diciembre 20, 2011en11:09 am

    Conozco muy por encima la cuestión «nocilla» (pero muy muy por encima), además he prestado siempre poquísima atención a la polémica asociada. ¿Tanto ha significado, aunque sea como revulsivo? Lo digo porque no es la primera vez que haces referencia a ella en el blog dando a entender que no es gran cosa (por decirlo suavemente).

  • Palimp diciembre 21, 2011en1:58 pm

    Para vender algo hay que ponerle marca. Así que alguien se inventó la generación nocilla, para hacer referencia a unos jóvenes autores con un estilo relativamente nuevo y semejante. Los libros que he leído adscritos al nocilleo me han gustado, la etiqueta me parece exagerada y llamarlo movimiento o generación, un exceso.

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