Fernando Iwasaki. Helarte de amar.

mayo 29, 2009

Páginas de espuma, 2006. 152 páginas.

Fernando Iwasaki, Helarte de amar
Erotismo irrreverente

Si ya me había gustado Ajuar Funerario buenas perspectivas tenía ante un libro que se titulaba Helarte de amar y otras historias de Ciencia Fricción. El título original iba a ser Fricciones pero permaneció -injustamente- inédito mucho tiempo y en ese intervalo se publicaron algunos libros con ese título.

Una colección de lo siguientes relatos:

En el batimóvil, con miss Graciela
Las memorias de Madame Quiñónez
Helarte de amar
La española cuando besa
Entre las piernas de Luciana
Travesía estelar
Fantasías textuales
La mujer de arena
Mírame cuando te ame
Sobrecama

Algunos ya se habían publicado, como Mírame cuando te ame, quizás uno de los mejores del volumen, por su mezcla de erotismo, ternura y nostalgia. El gamberrismo de La española cuando besa también mereció publicación aparte. Pero es sin duda el conjunto dónde la irreverencia y el buen humor de algunos relatos (Helarte de amar) se complementa con el tono desencantado de otros (La mujer de arena).

Un libro cuya calidad lo lleva más allá del género.

Escuchando: Pa Mi Genio. Carmen Paris.


Extracto:[-]

LA ESPAÑOLA
DESDE QUE LLEGUÉ A NUEVA YORK presentí que sería testigo de maravillas, pero nada fue comparable a lo que viví aquella noche de verano en el Village. Ni las tiendas, ni los museos, ni las multitudes, ni los rascacielos me impresionaron tanto. Fue como participar en el rodaje de una película y todavía se me pone la carne de gallina al recordarlo.

Mientras duró aquel tour recorrí los bohemios bares del Village durante las sofocantes madrugadas. ¿Sabes lo que te digo? En Sevilla ni siquiera salgo de día y no me iba a privar de las famosas noches neoyorkinas lejos de Arturo y de los niños. Los museos están bien y en los escaparates de la Quinta Avenida hay virguerías, pero era horroroso ir a todas partes en mogollón para luego terminar peleandonos por las rebajas de los bazares de la calle 14. Los viajes organizados son deprimentes y por eso me busqué la vida sola. Así descubrí el Goody’s, un bar de copas que está en la Avenida de las Américas, entre la 9 y la 10. Algo cutre, sí, pero era como en las películas.

En la barra había una pareja que no dejaba de discutir. Él parecía un hombre bueno. Quizás un poco lacio, pero su mirada irradiaba desamparo. No estaba mal. Ella había bebido demasiado y cada vez hablaba más fuerte. Su novio pasaba una vergüenza espantosa y me miraba como pidiendo disculpas por el papelón que hacía su chica. Me hubiera gustado saber inglés para enterarme de qué le decía a gritos, porque él tenía cara de estar deseando que se lo tragara la tierra. Me lo estaba diciendo también a gritos con sus ojos azules. Entonces ella comenzó a coquetear con el otro.

El otro también estaba sentado en la barra y de vez en cuando se interesaba por la pelea y le echaba unos reo-jazos descarados a la chica. Seguro que era por la bebida, pero el caso es que ella se dedicó a relamerlo con la mirada y a enseñarle sin pudor alguno la punta de la lengua, mientras el pobre novio buscaba mi solidaridad muerto de vergüenza. De pronto el chico no aguantó más y se fue, y ella avanzó como una gata borracha hacia ese hombre que la incendiaba de deseo.

Contemplando cómo se besaban y acariciaban indiferentes al mundo, me pregunté si a mí podría ocurrirme algo así. ¿Cómo saberlo si nadie jamás me ha mirado de aquella manera? Mi marido no es tierno, pero tampoco se pone animal como aquel hombre se estaba poniendo en la barra. Y la chica, qué fuerte, dejando al novio en la estacada. Esa mujer se estaba entregando a un desconocido tan sólo por una mirada que la había hecho sentir única, deseada y especial. Las bragas se me estaban empapando cuando el novio regresó al Goody’s dando un portazo.

El hombre se zafó de la chica y entró veloz en los servicios. Y como tampoco era plan quedarse ahí para presenciar una pelea yo me fui corriendo al de señoras. La luz era turbia y olía a sexo. Mientras me palpaba las bra-guitas escuché los gritos y los porrazos. Todo eran resuellos y palabras incomprensibles, tal vez obscenas. Me dolían los labios de tanto cerrarlos y mis dedos apestaban igual que el baño. Cuando todo terminó pensé en los ojos azules del novio y me alegré de haberle evitado otra sesión de vergüenza ajena. Entonces me animé a salir.

El novio se había marchado definitivamente y la chica estaba enroscada otra vez al hombre de la barra. Se besaron de nuevo, sin pasión, y de golpe él la abandonó también. Cerré la puerta del Goody’s mientras el camarero la atendía desplomada sobre la encimera de mármol, y descubrí que el novio la aguardaba, enamorado todavía, en el pasadizo oscuro que conducía a la Avenida de las Américas. La misma mirada de azogue, suplicante, avergonzada y melancólica. ¡Lo que daría porque me quisieran así!

Los primeros rayos de sol penetraban como una luz tuberculosa en esa especie de túnel, y me sentí conmovida por haber descubierto el lado oscuro del deseo: el deseo que conduce a la degradación, el deseo que te precipita al sexo a ciegas, el deseo que consigue abolir tu propia personalidad. Mientras los ojos del novio me barnizaban de su luz azul, ella vomitaba en la barra del Goody’s. La pobre.

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