Félix J. Palma. El mapa del caos.

junio 12, 2019

Félix J Palma, El mapa del caos
Plaza y Janés, 2014. 666 páginas.

Tercera y última parte de los mapas de Palma, y la peor con diferencia. No sólo el universo está en peligro, también el multiverso. La salvación está en el mapa del caos, que tendrá que llegar a las manos adecuadas para salvar la realidad.

No me ha gustado nada: la lectura se me hizo eterna. Hay un mantra para los escritores que viene a decir que no cuentes, que muestres. Se podría decir también que no expliques, que pasen cosas. Este libro es un contínuo explicar. De los personajes entre sí. Del narrador a los lectores. Hay tanta explicación porque la trama de fondo es bastante enrevesada y necesita anotaciones. Pero la narración se lastra.

Al principio hay una breve escena entre una especie de detective y una condesa que esconde un secreto. Un pastiche victoriano muy próximo a las novelas románticas con alguna frase que me hizo levantar las cejas. Pues bien, al final es una de mis partes preferidas porque por lo menos pasan cosas, aunque sean excesivamente cursis por momentos.

De la trilogía la primera está bien, la segunda se deja leer y esta tercera es perfectamente olvidable.

No me ha gustado.

I-imagino que ha venido a por su dinero. S-sé que debí devolvérselo hace dos semanas, pero los científicos somos los individuos más despistados del planeta —bromeó, retorciéndose las puntas de la chaqueta con los dedos—. Aunque se trata de un retraso inexcusable por mi parte, ya que usted tuvo la gentileza de recordármelo con su amable y nada amenazador telegrama… Pero bueno, ¡olvidémonos de eso! —propuso animadamente—. Como puede ver, el agujero m-mágico está casi listo, y va a reportarme mucho d-dinero, así que le devolveré incluso el doble de la cantidad que tuvo la generosidad de prestarme… por las molestias ocasionadas.
—El doble, ¿eh? —sonrió Murray desde la puerta—. Es usted realmente generoso, profesor. Pero, por desgracia, el dinero no me interesa.
Tras decir aquello, se acercó a la estantería donde se apiñaban las cajas de música fingiendo una sonrisa curiosa. Caminaba sin prisas, y pese a su corpachón, sus movimientos parecían dotados de una gracia casi sensual. Charles lo observó acariciar la tapa de algunas de las cajas, mientras intentaba sobreponerse a la confusión.
—¿Sabe a cuánto asciende mi fortuna, profesor? —preguntó el millonario, abriendo una caja de ébano y liberando una musi-quita importada desde la infancia. Dejó que la melodía se desliara en el aire durante unos segundos, antes de encerrarla de nuevo en su prisión. Luego miró al profesor, que negó con la cabeza—. ¿No lo sabe? Yo tampoco: es una cantidad incalculable. —Apretó entonces los labios en una mueca compungida—. Sm embargo, ni siquiera una cantidad incalculable de dinero puede proporcionar todo lo que uno desea. Desgraciadamente, hay muchas cosas que no puedo comprar. ¿Se imagina cuáles son, profesor? No, ya veo que no… Quizá se deba a que usted nunca ha necesitado comprarlas. Me estoy refiriendo a la dignidad, a la admiración, al respeto… —Murray rió sin alegría, mientras Charles lo observaba cada vez más inquieto—. Parece sorprendido, profesor… Tal vez creía que alguien como yo no le daría importancia a ese tipo de cosas, dedicándome a lo que me dedico. Pero sí me importan, ya ve, y mucho. —Suspiró teatralmente—. Estoy cansado de la hipocresía de este mundo. Usted y muchos como usted consumen la droga con la que yo trafico…
Charles y Wells cruzaron una mirada de preocupación. Como todo el mundo, sabían que Murray no se había hecho rico vendiendo sillas isabeíinas, pero, también como todo el mundo, preferían fingir que no lo sabían, por su propio bien. Sin embargo, ahora las cartas estaban sobre la mesa, y la repentina sinceridad del Dueño de la Imaginación no presagiaba nada bueno.
—La Iglesia me condena desde sus pulpitos —continuó plañideramente Murray—, aunque mira hacia otro lado en el momento oportuno para que mis negocios gocen de su necesaria impunidad. Y muchas veces hacen algo más que mirar hacia otro lado… ¡Pero estoy harto de lavarles las sotanas al clero, a la cardenal Tuc-ker y a su hediondo séquito de carcamales! —exclamó con repentina furia—. Ellos me necesitan porque desean el poder que gracias a mí tienen sobre su pueblo, y el pueblo me necesita porque desea la felicidad que yo le proporciono. No obstante, para todos soy ¡el Indeseablel, ¡el Mal hecho carne! Qué gran paradoja, ¿no les parece? —concluyó con una sonrisa empalagosamente dulce.
Wells tragó saliva. Sin la menor duda, aquella escena prometía un desenlace fatal para ellos. Pese a todo, analizó la arrebatada confesión del millonario con cierta fascinación, pues sus palabras confirmaban que la Iglesia estaba secretamente implicada en el comercio del polvo de hada. No le costó ir un poco más allá y comprender el resto.

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