Yan Lianke. Días, meses, años.

junio 24, 2020

Yan Lianke, Días meses años
Automática, 2019. 120 páginas.

Una terrible sequía hace la vida imposible en un pueblo chino, así que sus habitantes deciden emigrar a algún sitio donde poder vivir. Tan solo se queda un anciano junto con un viejo perro que luchará con todas sus fuerzas para conseguir que brote una mazorca de maíz, con la esperanza de que sus granos conformen la futura cosecha.

Un libro breve pero intenso en el que asistimos a la desesperación del anciano que cada vez tiene más difícil encontrar agua y alimentos para mantener el tallo a flote. Otra reseña: Días meses años

Recomendable.

Y añadió: ¿Qué hay para comer con esta sequía? Podemos preparar unas gachas de maíz y almorzar en condiciones.

Cuando el nuevo brote tuvo dos hojas, el anciano regresó a la aldea en busca de alimento. En su casa no quedaba ni un grano, pero pensó que, en una aldea tan grande, bastaría con que hubiera un puñado de trigo o una pizca de harina en las tinajas de cada hogar para que el perro y él sobrevivieran a la hambruna que la sequía había traído consigo. Sin embargo, al volver a la aldea, se encontró con las puertas cerradas y telarañas colgando de punta a punta. Entró primero en su casa y se asomó a las tinajas. Aun a sabiendas de que ya les había pasado la escobilla, las restregó con el dedo y se lo llevó a la boca. El sabor puro y blanco de la harina se le diluyó de inmediato en la boca y le recorrió el cuerpo entero. Inspiró hondo, tragó aquel sabor y salió a la calle. Los rayos del sol incidían sesgados sobre el suelo y un líquido dorado parecía flotar por la aldea. En medio de un silencio sepulcral, se oía el goteo de la luz cayendo por los aleros de los tejados. Todos los habitantes de la sierra han huido, pensó el anciano, los ladrones que no hayan muerto abrasados por el sol lo habrán hecho de hambre. Malditos seáis todos. ¿Habéis echado el candado para proteger vuestras casas de este viejo? ¡La lleváis clara! Pienso romper los candados y saltar las tapias de todos modos. ¿Quién no deja nada de comida en casa? ¿Qué piensan comer si no cuando regresen pasada la sequía? ¿Por qué habrían de cerrar con llave si no tuvieran alimento dentro? Se paró delante de una puerta. Era la casa de un sobrino con el que compartía apellido y clan, por lo que anduvo hasta la siguiente. En ella había vivido una vieja viuda que, de joven, le confeccionaba cada invierno un par de botas de piel de oveja con suela gruesa. La viuda murió y su hijo heredó la casa. Pensó en la calidez que le transmitía aquel hogar, instalada en su pecho desde tiempos inmemoriales, y permaneció con la mirada clavada en el portón durante largo rato. Siguió caminando en silencio. Sus pasos, solitarios y atronadores, resonaban como las talas de los bosques húmedos de antaño, propagándose por la aldea entera, mientras las puertas candadas pasaban una tras otra junto a sus pies como barcas secas.

Al fin, terminó de recorrer la aldea. El sol estaba en su punto más alto. Era la hora de comer. Si Ciego estuviera aquí, sería más fácil, musitó el anciano, él me diría qué tapia saltar.

Gritó hacia los montes: ¡Ciego!… ¡Ciego!… ¡Dime, ¿en qué casa busco comida?!

Le contestó un silencio inmenso.

Frustrado, se sentó a fumar su pipa y al rato regresó con las manos vacías a la parcela en cuesta a ocho li y medio. El perro lo recibió sacudiendo el rabo, corrió hacia él siguiendo el sonido de sus pasos y le restregó el hocico en la pernera del pantalón. El anciano no le hizo caso. Se dirigió a la acacia en busca de la azada, agarró un cuenco del cobertizo y se puso a remover la tierra de la parcela. Al tercer golpe de azada, el anciano extrajo dos de los granos de maíz plantados, de un amarillo perfecto y sin mácula que, achicharrados por el sol, le quemaban en las manos. Recorrió el sembrado y con cada golpe de azada sacó uno o dos granos de maíz. Cuando había cubierto un trecho que equivalía

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