Miguel Ángel Hernández. Intento de escapada.

mayo 9, 2018

Miguel Ángel Hernández, Intento de escapada
Anagrama, 2013. 240 páginas.

El joven Marcos, estudiante de bellas artes, consigue trabajar de ayudante del célebre Jacobo Montes, un artista al límite que va a exponer en la ciudad. Su profesora Helena, la preferida del curso, lleva también la galería de arte donde se realizará la exposición. Pero lo que parece una oportunidad única de introducirse en el mundo del arte enseguida tomará un cariz más oscuro.

El libro me ha resultado muy entretenido y las reflexiones acerca de lo que es o no arte, de su relación con la sociedad, los límites entre la ética y el hecho artístico, incluso las obras que se comentan en el texto, muy bien.

Pero la narrativa… flojea un poco. Hay personajes que se limitan a cumplir su papel paródico (el profesor Navarro) y otros están ahí para hacer bulto (la amiga del protagonista Sonia). Tampoco es que los protagonistas del relato estén muy bien delimitados. La prosa correcta y gracias, muy alejada de las cuatro ‘B’ que se citan en el texto y con la que lo comparan en la contraportada (Blanchot, Beckett, Bernhard).

Una lectura agradable y poco más.

Llegué tarde al hotel para recibir a Montes. Un taxi lo había traído desde el aeropuerto y ya estaba en la habitación desde hacía más de media hora. Le dije al recepcionista que le indicase que había llegado y que lo esperaba en el hall para llevarlo a la sala de exposiciones.
El gran artista iba a bajar en unos instantes y yo no podía reprimir los nervios. Tenía la sensación de que lo sabía todo sobre él. Había leído casi todo lo que había en la red y en los libros. No podía estar más informado sobre su obra y sus ideas. Pero al mismo tiempo sentía que no sabía nada de su vida real. Si era amable, si tenía sentido del humor, si estaba comprometido o tenía pareja, si le gustaban los hombres o las mujeres… Conocía perfectamente al Montes artista, pero lo ignoraba todo del Montes persona.
Probablemente lo iba a reconocer por las fotos que había visto, aunque tampoco había tenido acceso a demasiadas. A pesar de ser un artista famoso y conocido, apenas había encontrado (oros de él más allá de las performances y las acciones. Y en las pocas que había visto siempre parecía que faltaba algo, como si filete imposible dar cuenta de su presencia, o como si hubiese algO en ella que la imagen no pudiera transmitir del todo. Algo que percibí enseguida, en el momento en que comenzaron a iririe las puertas del ascensor. La perturbación fue inmediata.
El tiempo se espesó y las puertas tardaron varios siglos en dejar ver quién estaba en el interior. Y allí, arropado por la multiplicación de su figura en los espejos, por fin, apareció Montes.
Era más alto de lo que había imaginado. Y mucho más delgado. Llevaba una camisa negra que le llegaba hasta las rodillas y unos pantalones anchos del mismo color que se estrechaban a altura de los tobillos. Sus zapatos tenían una hendidura entre el dedo gordo y el resto de los dedos del pie. Parecía un maestro de yoga o un monje de alguna religión oriental. Pero lo que más me llamó la atención fue sin duda la rotundidad de su cabeza afeitada. Un cráneo perfectamente ovalado que podría recordar las esculturas de Brancusi de no ser porque la blancura del mármol había sido sustituida allí por una maraña de tatuajes que apenas dejaban intuir el cuero cabelludo.
Había visto aquellos tatuajes en varias de sus performances, pero fue en ese momento cuando pude advertir su verdadera intensidad. Pensé inmediatamente que con toda probabilidad también conservaría las demás decoraciones en el resto de su cuerpo. La serpiente que recorría su espina dorsal o las líneas suprematistas que se había hecho tatuar en homenaje a Kasimir Malévich. Para Montes -y ésta era una de las cosas que había leído durante el fin de semana— el cuerpo era una superficie artística especial. Su piel había sido su mayor lienzo. Su lienzo y su materia principal de trabajo. Porque no sólo la había pintado y decorado, también la había punzado, abrasado, marcado y rajado. Su cuerpo, pensé, era un campo de batalla. Y durante unos instantes no supe si quería formar parte de esa lucha. Sentí miedo, e incluso se me pasó por la cabeza la posibilidad de salir de allí. Aún no me conocía. No se iba a dar cuenta. Además, en el fondo sólo quería verlo, saber que realmente existía. Y allí lo tenía, cerca de mí. El gran artista cuya obra me había fascinado. Quizá no necesitara más. O sí. Por supuesto. Necesitaba más. Mucho más. Quería saberlo todo. Por eso estaba allí. Por eso, tras mis breves cavilaciones, me levanté del sillón y me acerqué a él

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