Manuel Chaves Nogales. A sangre y fuego.

junio 2, 2020

Manuel Chaves Nogales, A sangre y fuego
Austral, 2011. 274 páginas.

Incluye los siguientes artículos:

¡Masacre, masacre!
La gesta de los caballistas
Y a lo lejos, una lucecita
La Columna de Hierro
El tesoro de Briesca
Los guerreros marroquíes
¡Viva la muerte!
Bigornia
Consejo obrero

A nosotros nos han contado la milonga de que el nuevo periodismo se inventó en los 60 en los EEUU y nos lo creímos, sin saber que ya en los años 20 y 30 Manuel Chaves Nogales era capaz de escribir unos cuentos que eran periodismo, o un periodismo que parece un relato, de una manera brillante, que deslumbra, y que te atrapa en la historia que te cuenta sin importar de qué bando esté hablando. Eso, en un país que todavía sigue dividido por esa guerra, es un mérito excepcional.

No lo dejen escapar. Aquí A sangre y fuego y aquí: A sangre y fuego lo reseñan como merece.

Muy recomendable.


Cada día le parecía más absurda y sin sentido su tarea. Correr de un lado a otro afanosamente para salvar una tela pintada, una piedra esculpida o un cristal tallado a través de aquella vorágine de la guerra y la revolución se le antojaba insensato. ¿Para qué? Cuando la vida humana había perdido en absoluto su valor, cuando los hombres morían a millares diariamente, cuando una generación entera caía segada en flor, cuando veinte millones de seres pertenecientes a una raza vieja en la civilización se precipitaban a la barbarie de las edades primitivas, ¿qué sentido podían tener ni el arte, ni los testimonios de un glorioso pasado, ni todos aquellos valores espirituales por cuya conservación se desvelaba? ¿Es que todo aquello que tan celosamente defendía había servido para ahorrar un solo crimen? Empezó a pensar que, cuando los hombres podían ser inmolados en masa con tan inhumana indiferencia, lo menos que podía pasar era que pereciesen también sin duelo las obras del espíritu que no sirvieron para evitar semejante barbarie. Arrasémoslo todo, pensaba. Hagamos tabla rasa. De nada nos han servido los tesoros de espiritualidad que nos transmitieron las generaciones anteriores. No dejemos ni rastro del pasado.

—No le denunciaréis a las milicias ni le pasará nada mientras nuestro sindicato no ponga en claro sus antecedentes y su conducta, ¿eh? —aclaró el delegado de la CNT.
—Compañero —le dijeron—, nosotros no tenemos nada que ver con eso. Allá él con las milicias. Si algo debe, ya se lo harán pagar.
En cambio, sobre Daniel hubo un arduo debate. En el fondo, ninguno de los delegados le quería. Le odiaban tanto o más que al traidor Bartolo. En último caso siempre era más peligroso aquel tipo fuerte y entero que cualquier pobre diablo de los que estaban cayendo a diario. Un hombre como Daniel era el peor enemigo de la revolución y de la dictadura del proletariado. Había que acabar con él. Les detenía el escrúpulo de que no se le había podido encontrar por ninguna parte rastro alguno de actividad contrarrevolucionaria. Ni había sido fascista, ni había pertenecido jamás a ningún sindicato amarillo. Se había limitado a desconocer y desacatar las organizaciones proletarias de la lucha de clases, a no secundar las huelgas y a procurarse mejoras económicas trabajando a destajo o en horas extraordinarias, contrariando los acuerdos e intereses sindicales. Daniel había sido siempre el enemigo de la organización. Su rebeldía contra la disciplina proletaria y su desdén por los líderes obreristas estaban bien probados. Pero, a pesar de todo, era indiscutiblemente un obrero, un proletario ciento por ciento; ni un «cuchillo para los trabajadores» ni un «lacayo de la burguesía». ¿Tenían derecho a condenarle quienes en nombre del proletariado hacían la revolución y administraban la justicia revolucionaria?
Todos, en el fondo de su conciencia, sabían que no.
Le condenaron, sin embargo. ¿Por qué? Por lo mismo que condenaban antes la burguesía: por miedo. Miedo a la libertad. El miedo odioso del sectario al hombre libre e independiente. ¡Fue una lástima! El día en que el consejo obrero expulsó del taller al obrero tornero Daniel, se perdió la causa del pueblo. Los cañones del ejército sublevado martilleaban inútilmente las trincheras de Madrid; los aviones italianos y alemanes asesinaban en vano mujeres y niños. Pero la causa del pueblo se había perdido por este sencillo hecho. Porque el consejo obrero de una fábrica había tomado el acuerdo de expulsar a un obrero por el delito de haber defendido su libertad.

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