Karel Capek. RUR. La fábrica de absoluto.

enero 21, 2020

Karel Capek, RUR o la fábrica de absoluto
Minotauro, 2003. 270 páginas.
Tit. or. R.U.R. Zivota hmyzu – Továrna na absolutno. Rev. Carlos Torres Moll

Incluye la obra de teatro RUR y la novela corta ‘La fábrica del absoluto’.

En la primera una empresa ha conseguido hacer una especie de robots prácticamente igual a los humanos. Es la primera vez que se usa la palabra robot (y de aquí la hemos cogido todos), aunque en realidad no son lo que ahora entendemos como tales. Son más bien seres humanos parciales fabricados, como si genéticamente se copiaran sólo algunas partes.

El interés de la novela radica en el análisis de las consecuencias de la irrupción de obra de mano barata y masiva en las sociedades, cómo se usan para la guerra y una eventual rebelión de los robots.
La fábrica del absoluto comparte alguna idea de categoría con la anterior, un científico ha inventado un conversor de materia en energía que es eficiente al 100%, destruye toda la materia. Pero al hacerlo parece que libera absoluto la esencia de Dios que está escondida en cada átomo y alrededor de cada generador se producen milagros, epifanías, conversiones… con todo lo que eso implica.

Dos obras muy recomendables.

RADIUS: Porque no son como los robots. Los robots pueden hacer de todo. Ustedes no están tan preparados, ustedes sólo saben dar órdenes. Hablan demasiado.
ELENA. Eso es una tontería, Radius. Dime, ¿te ha hecho alguien algo? Me gustaría tanto que me entendieras.
RADIUS: No hacen más que hablar.
ELENA. El doctor Gall te dio un cerebro mayor que el de los otros, mayor que el nuestro, el mayor del mundo. Radius, tú no eres como los demás robots. Tú me entiendes perfectamente.
RADIUS: No necesito, no quiero maestros, lo sé todo.
ELENA. Por eso te coloqué en la biblioteca, para que pudieras leer todo, entenderlo todo, y luego… Radius, yo quería que demostraras a todo el mundo que los robots eran nuestros semejantes, eran iguales a nosotros. Eso es lo que yo quería de ti.
RADIUS: No quiero maestros. Quiero enseñar yo.
ELENA. Estoy segura de que te pondrán a cargo de muchos robots, Radius. Vas a ser maestro de robots.
RADIUS: Quiero ser maestro de personas.
ELENA. Tú te has vuelto loco.
RADIUS: Me puede mandar a la trituradora.
ELENA. ¿Te crees que podemos tener miedo de un loco como tú? (Se sienta y escribe una nota.) Nada, en absoluto. Radius, dale esta nota al señor Domin. Es para pedirles que no te echen a la trituradora. (Poniéndose de pie.) Cómo nos odias. ¿Por qué no te gusta nada de este mundo?
RADIUS: Yo puedo hacerlo todo.


Un hecho interesante: las luces rodeadas de Absoluto arden con mayor intensidad. Si hubiera un medio de conservarlo en recipientes de cristal, lo colocaría dentro de bombillas eléctricas, pero se escapa de cualquier recipiente por muy hermético que sea. Luego pensé que podía tratarse de una especie de rayos X, pero en el sótano no hay huella alguna de electricidad y no deja rastros en las placas fotosensibles. Al tercer día fue preciso trasladar al sanatorio al conserje y a su mujer, cuya vivienda está situada encima mismo del sótano… -¿Y por qué motivos? -preguntó Bondy. -Habían sido alcanzados por el espíritu. Él estaba inspirado. Pronunciaba discursos estrambóticos y pretendía hacer milagros. Su mujer profetizaba. Conste que el conserje era un hombre serio y librepensador por añadidura, un hombre completamente equilibrado. E imagínate que, de pronto, comenzó a dedicarse a la curación de enfermedades mentales por medio de la imposición de sus manos. Evidentemente, fue denunciado al poco tiempo, y el médico municipal, que es amigo mío, sufrió un verdadero acceso de furor. El conserje tuvo que ser llevado al hospital para cortar de raíz el escándalo. Me han asegurado que está mejor, que se va reponiendo. Ha perdido, desde luego, su poder milagroso. Lo enviaré al campo para su convalecencia. Luego yo mismo comencé a hacer milagros y a tener visiones. Entre otras, veía inmensos bosques pantanosos poblados por animales extraños, tal vez porque en mi carburador se consume antracita de la Alta Silesia, que es el más antiguo de los carbones minerales. Quizá contenga el dios de la era carbonífera.
El presidente Bondy sintió un escalofrío. -Eso es espantoso, Marek.
-Lo es, en efecto -asintió Marek en tono desesperado-. Poco a poco fui comprendiendo que no se trataba de ningún gas, sino del espíritu de la materia. Experimenté unos síntomas aterradores. Creía leer el pensamiento, me pareció que mi cuerpo irradiaba un halo luminoso. Tenía que oponerme desesperadamente a mi voluntad para no convertirme en una especie de faquir, o para no ponerme a rezar y a predicar la fe en Dios. Quise cubrir mi carburador con arena, pero en aquel momento empecé a levitar No conseguí detener la máquina. No me atrevo a pasar las noches aquí. Hasta en la fábrica, entre los obreros, se han producido casos graves de iluminación. Ya no sé qué hacer, Bondy Sí. He utilizado todos los aislantes conocidos para impedir que el Absoluto salga del sótano. He empleado la ceniza, la arena, los blindajes de acero, y todo ha resultado ineficaz. Traté de rodear el sótano con las obras completas del profesor Krejci,1 de Spencer, de Haeckel y demás positivistas. Figúrate: el Absoluto que desprende mi carburador traspasa hasta eso. No sirven para aislarlo ni las colecciones de periódicos, ni los oratorios, ni Svatj Vojtéch,2 ni las recopilaciones de himnos patrióticos, ni conferencias universitarias, ni los libros de Q. M. Vyskocil,3 folletos de propaganda política o los textos taquigráficos de los debates de la Cámara de los Diputados. Nada puede contener al Absoluto. Y estoy realmente desesperado. No hay medio de encerrarlo ni de sacarlo de allí. ¡Es el mal desencadenado…!
-Bueno, bueno -interrumpió el señor Bondy-. ¿Es acaso un gran mal? Si todo lo que dices fuese exacto, ¿sería en realidad una desgracia?
-Mi carburador, querido Bondy, es algo extraordinario. Revolucionará el mundo técnica y socialmente. Disminuirá, en proporción inmensa, los costes de fabricación. Suprimirá la miseria y el hambre. Impedirá que nuestro planeta se congele en la próxima glaciación. En cambio, produce y lanza a Dios al mundo como si sólo se tratara de un sencillo subproducto químico. Y te suplico, Bondy, que no menosprecies todo eso. Nosotros no estamos acostumbrados a contar con el verdadero Dios. No podemos saber lo que su presencia podría producir desde el punto de vista cultural, moral, etcétera. En pocas palabras, la civilización humana depen-de de mi descubrimiento.


Está en la idiosincrasia de todos nosotros, las personas, que cuando nos sucede algo realmente desagradable sentimos una especie de satisfacción considerando lo ocurrido como la mayor desgracia posible, dentro de su género, desde que el mundo existe. Así, por ejemplo, si nos golpea un tremendo calor, nos complacemos al leer en los periódicos que se trata de «la más alta temperatura alcanzada desde el año 1881», y aún nos sentimos algo defraudados porque el año 1881 nos ha superado. Del mismo modo, cuando hace un frío capaz de despellejar las orejas, sentimos una inmensa alegría al enterarnos de que se trata de «la helada más atroz que se recuerda desde el año 1786». Lo mismo sucede con las guerras. La guerra de la que somos testigos debe ser la más justa, o bien la más sanguinaria, más provechosa o más larga desde tal o cual época. Gracias a cualquier superlativo obtenemos la orgullosa satisfacción de vivir en una época excepcional, en un tiempo de superación en todos los aspectos.
Pues bien: la guerra que duró desde el 12 de febrero de 1944 hasta el otoño de 1953 fue verdaderamente, lo aseguro por mi honor, y sin exageración, la mayor de todas las guerras. Y no quitemos, por favor, a los supervivientes esta única satisfacción bien merecida. Ciento noventa y ocho millones de hombres tomaron parte en ella y todos perecieron, a excepción de trece combatientes. Podría citarles las cifras con que los calculadores y estadistas intentaron amos una idea de esas enormes pérdidas. Por ejemplo: cuántos miles de kilómetros medirían esos cadáveres acostados unos junto otros y cuántas horas emplearía un tren expreso para recorrer, de un extremo a otro, una línea de ferrocarril construida con esos cadáveres utilizados como traviesas. O bien, si se cortasen los dedos índices de todos los cadáveres y se llenasen con ellos latas de sardinas, cuántos centenares de vagones se cargarían con este género de mercancía, etc. Pero tengo mala memoria para las cifras y \o deseo escamotearles ni un solo vagón estadístico. Por tanto, repito que fue la mayor de las guerras desde la creación del mundo, tanto por el número de muertos como por la extensión de los campos de batalla.

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