Tras una guerra mundial en la que se han utilizado todo tipo de armas, incluyendo las biológicas, apenas hay supervivientes. En la ciudad de Bangor se encuentran Peter y su hija pequeña y su antiguo amigo Patrick. Más allá de la monotonÃa y la falta de esperanza los dÃas transcurren sin sobresaltos, hasta que llega a la ciudad el peligro.
Cuando leo ciencia ficción, novela negra o terror no pido en el texto alardes estilÃsticos. Me basta con que la idea se cuente de una manera solvente. Lo que no es el caso de este libro, que tiene momentos de vergüenza ajena. Si le sumamos el abuso de tópicos y lugares comunes el resultado es un libro que aunque ágil en más de una ocasión me ha arrancado la risa, y no es de humor.
Al principio los zombies eran tontos y lentos, después rápidos, más tarde inteligentes, y ahora rápidos, inteligentes, camaleónicos y musculosos. Nuestros protagonistas lo tendrÃan crudo si no fuera por el viejo truco del deus ex machina. No quiero excederme en las crÃticas ni hacer spoilers, pero no me ha gustado nada, empezando por el prólogo y sus arranques en falso, siguiendo por su ambientación en los USA y acabando por el drama entre los dos amigos que parece de instituto.
Eso sÃ, todo el mundo lo pone muy bien y hasta han hecho una pelÃcula. Seré yo que no le veo la gracia.
La niña, con su pelo rubio ondulado y vestida con un pijama blanco y rosa, salió al porche y se sentó allà con sus muñecas. Pareció mirar hacia él durante unos instantes, después a su padre.
No lo habÃa visto, no podÃa verlo.
Patrick tensó el dedo en el gatillo pero no lo suficiente pañi escuchar la detonación y sentir la vibración del arma en su cuerpo. Después, apartó la vista del punto de mira y arrojó la escopeta a un lado. Esta golpeó en un pequeño mueble del recibidor y un jarrón cayó al suelo formando alboroto y un puzle de cerámica.
HabÃa estado a punto de disparar. —Jodido loco —masculló.
Se levantó del sillón y se dirigió a la cocina. Su corazón ahora sà le golpeaba en el pecho con el mismo ritmo que tendrÃa un baterÃa desaforado de un grupo heavy. Caminaba con las babuchas como lo harÃa un zombi al que se le estuviesen descomponiendo los pies. TenÃa la cara demacrada, y exhibÃa unas grandes ojeras y una barba demasiado larga. Andaba aún renqueante y un enorme hematoma se dibujaba en su espinilla y le recorrÃa el gemelo de la pierna derecha. No iba vestido más que con unos calzoncillos bóxer negros y una camiseta de manga corta amarilla con el nombre del equipo de baloncesto de Bangor impreso. Le daba igual el frÃo. En el antebrazo lucÃa un vendaje algo sucio y con una mancha oscura que cubrÃa la herida que aquel ser le habÃa infligido y que le palpitaba constantemente. Le dolÃan las costillas al levantar un poco el brazo, allà donde sus garras habÃan penetrado, rasgando la piel hasta hacerla jirones.
Agarró la botella de ron y se llenó el vaso de tubo hasta la mitad; después añadió un poco de agua de un cazo que pe-
ni a gritos que lo sumergieran en jabón. Con el vaso en la ni.mo, volvió al sillón y estiró las piernas encima de la peque-
n¡i mesa.
El alcohol era su mejor calmante y quitapenas.
HabÃa enterrado a Doggy en el jardÃn. Un pequeño montÃculo de tierra sobresalÃa en la parte baja, casi haciendo esquina roa el muro de la calle y el que separaba su propiedad de la de
hu vecino de al lado.
«Es mi cementerio particular de animales», pensó.
Le enterró el mismo dÃa en que murió, con la tormenta aún llorando lágrimas heladas. Tardó más de una hora porque el dolor del costado le impedÃa cavar más rápido. Después salió de su propiedad y arrastró hasta quedar exhausto al albino hasta uno de los descampados de la parte baja del barrio. Lo roció con gasolina y le lanzó una cerilla. La pira emanaba un olor pútrido, nocivo. Asà que se alejó de allà y volvió a su casa.
Cabizbajo.
Y allà le esperaba la ausencia, como una vieja amiga que se sentÃa ofendida por creerse olvidada. Después de más de dos ,mos con Doggy siempre a su lado, se sentÃa inválido sin él. Muchas veces se habÃa dicho que si hubiera tenido un perro antes, quizá nunca se habrÃa casado. Y lo decÃa en serio.
Recordó el dÃa en que le regalaron el perro. Michael Robbins le habÃa invitado a una barbacoa en su chalé. El pequeño y prepotente Michael Robbins, transportista al por mayor. Como buen y orgulloso propietario de un caballo español, quiso enseñarle su reciente adquisición. Le dijo que el caballo era de Jerez y que le habÃa costado una fortuna. Cuando Patrick llegó al vallado y lo vio, le creyó. Era un corcel negro azabache, de pelaje y crin brillantes, y asalvajado. Galopaba por el cercado brindando un espectáculo majestuoso. Sthendall se habÃa quedado con una sonrisa tonta observando la nobleza del animal, hasta que al fondo vio un pequeño bulto moverse.
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