Herman Melville. El estafador y sus disfraces.

junio 19, 2018

Herman Melville, El estafador y sus disfraces
Veintisieteletras, 2011. 392 páginas.
Tit. Or. The confidence-man: his masquerade. Trad. José Luis Moreno-Ruiz

Diversos personajes se entrecruzan durante una travesía por el Mississipi y sus conversaciones e interacciones giran acerca del tema de la confianza ¿Debemos fiarnos de las personas? ¿Entregaríamos nuestro dinero a un desconocido? ¿Importa la apariencia, la historia detrás de una petición?

Cada personaje parece un estafador (un mendigo, un vendedor de acciones, un curandero…) que a su vez engaña a otros en un juego perpetuo de confianza/desconfianza. Al leerlo me dio la impresión de que la estructura era muy posmoderna, y no debo ser el único porque se comenta también en la solapilla. Pero pese a lo actual de la estructura, e incluso del tema tratado, que no ha perdido vigencia, se nota que está escrito en 1850 y algunas partes se me hicieron lentísimas.

En la contraportada se afirma que se recrean figuras de su tiempo como Thoreau o Allan Poe, yo he sido incapaz de encontrar la correspondencia con los protagonistas. He tenido que buscarlo después en internet.

Una lectura provechosa y curiosa. Siempre nos encontraremos con timadores. Siempre necesitaremos confiar en los demás. Ojo a los extractos donde se habla del efecto placebo (la confianza en un medicamento es imprescindible para curar) y de las pocas bondades de la naturaleza.

-Pero ¿por qué?
—Pues porque no tiene confianza.
—¿Y eso cómo le hace incurable?
-Porque tanto si menosprecia su medicamento en polvo, como si lo toma, resulta un cartucho sin bala, aunque lo mismo, administrado a un patán como medida extrema, actuaría igual que un hechizo. Yo no soy materialista; pero la mente actúa de forma tal sobre el cuerpo, que si la una no tiene confianza, tampoco la tiene el otro.
De nuevo, el enfermo aparecía impasible. Daba la impresión de estar pensando lo que en candida verdad podía decirse de todo esto. Por fin habló:
-Dice usted que la confianza todo lo puede. ¿Y cómo acude ella cuando abatido el propio herborista, que estaba confiado al máximo para prescribirlo en otros casos, demuestra menos confianza en prescribírselo a sí mismo, teniendo poca confianza en sí, en los efectos pregonados?
-Pero tiene confianza en el hermano que lo llama. Y si así procede, como usted dice, eso no supone reproche para con su ciencia, puesto que sabe que cuando el cuerpo se encuentra postrado, la mente no permanece erecta. Si en ese instante el doctor naturista desconfía de sí mismo, no lo hace de su arte.
El saber del enfermo no alcanzaba para contradecir tal afirmación. Pero no se apenó por ello; más bien se alegró de que significara una posibilidad.
-Entonces, ¿usted me da esperanzas? -preguntó el enfermo levantando una mirada hundida.
-La esperanza es proporcional a la confianza. Cuanta más confianza me dé usted, tanta más esperanza le daré yo. Por ello -dijo señalando el sobre-, si todo dependiera de esto, yo descansaría. Es de la naturaleza del hombre de lo que se trata.


viejo, tosiendo como si aquella tos fuera un eco de las palabras dichas-. ¿Por qué no? La medicina es natural, son yerbas, puras yerbas; las yerbas deben curarme.
-Sólo porque una cosa sea natural, como usted dice, ya piensa que debe ser buena. Pero ¿quién le dio a usted esa tos? ¿Acaso no se la dio la naturaleza?
-No creerá usted que la naturaleza, la Madre Naturaleza, dañará un cuerpo, ¿no?
-La naturaleza es una buena abeja reina, pero, ¿quién es responsable del cólera?
—Pero las yerbas, las yerbas, ¿no son buenas las yerbas?
-¿Y qué es la mortal belladona? ¿Acaso no es una hierba?
—Oh, oír hablar así a un cristiano, decir esas cosas de la naturaleza y las yerbas… ¡Ugh, ugh, ugh! ¿No soy un hombre enfermo enviado al campo, enviado a la naturaleza y al verde de las praderas?
-Sí, y los poetas envían a los espíritus enfermos a las verdes praderas como los caballos que cojean son retornados a las caballerizas para que les pongan nuevas herraduras. A una especie de doctor naturista se parecen los poetas que creen que se encuentra en la naturaleza el remedio capaz de curar los males del corazón y de los pulmones. Pero ¡quién hizo que muriera de frío mi cochero en la estepa? ¿Y quién convirtió en idiota a Peter, el niño salvaje?
-Entonces, ¿usted no cree en esos doctores herboristas? -¿Doctores herboristas? Recuerdo al desfallecido doctor herborista que en una ocasión vi en el catre de un hospital de Mobile. Uno de los facultativos, al pasar consulta y ver quién estaba allí, yacente, dijo con profesional sonrisa de triunfo: «Ah, doctor Green, sus hierbas ahora no le sirven de nada, doctor Green. Tiene que venir a nosotros y al mercurio. Doctor Green… ¡Naturaleza! ¡Hier-bas!».
-¿Escuché algo acerca de las hierbas y los herboristas? -se oyó en ese instante que decía una voz aflautada, avanzando.
Era el médico naturista en persona. Maletín en mano andaba recorriendo otra vez, haciendo tiempo ahora, aquel camino.
-Perdóneme -dijo dirigiéndose al missouriano-, pero si capté correctamente sus palabras, parece que no confía demasiado en la naturaleza, y eso, en mi opinión, es llevar demasiado lejos el espíritu de la desconfianza.
-¿Y cuál de tan sublimes especies como en la naturaleza hay es usted? -dijo el hombre volviéndose en redondo hacia el herborista, y haciéndole un click al gatillo de la escopeta, con aire que podría ser cínico o irresponsable, pero menguado por
la grotesca expresión.
-Uno que tiene confianza en la naturaleza, y que también confía en el hombre, modestamente, confía en sí mismo.
-¿Esa es su confesión de fe? La confianza en el hombre, ¿eh? Por favor, ¿usted qué cree, que hay más tontos o bribones?
-Habiéndome tropezado con pocos de los unos y de los otros, creo que no me encuentro en disposición de contestar. -Yo responderé por usted: Hay más tontos. -¿Y por qué cree eso?
—Por la misma razón que creo que hay más, numéricamente hablando, avena que caballos. ¿No se comen los bribones a los bobos? Pues igual hacen los caballos con la avena.
-Muy gracioso, señor. Usted es muy gracioso. Sé apreciar los buenos chistes, ja, ja, ja…
—Pero es que estoy hablando en serio… -Ahí está la gracia. Decir bromas extravagantes manteniendo una seriedad absoluta… Los bribones se comen a los bobos, como los caballos se comen la avena… Palabra, es muy gracioso, ja, ja, ja. Sí, creo que ahora le entiendo, señor.

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